Reclinada sobre el tronco rugoso de este árbol milenario
—centinela del tiempo y las estaciones— dejo reposar mis pensamientos como
piedras tibias en la corriente. No divagan. No huyen. No son viento
arremolinado en la arena. Están aquí, dóciles, conmigo.
Es otoño: las hojas caen como suspiros dorados, pequeñas
cartas que el árbol le escribe al suelo. Los niños corren entre ellas con la
ligereza de quienes aún no conocen el peso de los días. Sus
risas son campanas invisibles que cuelgan del aire.
No tengo prisa. No hay urgencia. Solo este instante que
se dilata como una gota de miel al sol.
La dolce far
niente, ese arte casi extinto de simplemente ser, me abraza con su
manto de silencio suave. El tiempo se hace seda.
Respiro profundo. Una, dos, varias veces. El aire es
limpio, nuevo, y se posa en mí como una mariposa en calma. Estoy aquí.
Completa.
¿Para qué? Para vivir.
¿Por qué? Porque lo necesito. Porque me da paz.
Y cada vez que el mundo me exige más de lo que soy, me
detengo. Vuelvo a este rincón sin nombre y sin relojes.
Porque mi paz vale más que cualquier estandarte que otros
quieran clavar en mi piel.
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