jueves, 5 de junio de 2025

OCASO DE UN AMOR

 



El amante

El sol se aferraba al imponente muro de acero envejecido, reflejando un atardecer de bronce derretido. Ella, sentada al borde de la alberca, lo miraba sin verlo; sus ojos, oscuros como un estanque profundo, brillaban con un fulgor que no provenía ni del agua calma ni de aquel astro moribundo: era el resplandor de su espíritu infinito. Él la admiraba en silencio, extasiado ante su presencia etérea. A veces, en largas charlas a la orilla del agua, le confesaba aquella devoción, pero ella siempre desviaba la conversación, como si exponer sus encantos fuese un delito imperdonable. Hablaba, en cambio, de sus propios deslices, reluciendo cada fallo como una corona de espinas.

Había un tema tabú, un leitmotiv que ella rehusaba nombrar. Una ocasión, él parloteó durante tres horas, tratando de rozarlo, y ella lo miraba en silencio. Él juró que sus palabras eran agujas encendidas: se clavaban en el aire y rebotaban contra los cristales, resonando como la erupción del Krakatoa. Otras veces golpeaban el techo inclinado, sonando graves y huecas, como un contrabajo en pleno redoble. Juró haber visto caer una gota de sangre de su propio oído izquierdo, testigo mudo de su impotencia. Hasta que, al fin, reunió el coraje —tan frágil como un ciervo en la zarza— y le pidió con voz temblorosa que por favor, “acabase” con aquel tema prohibido.

Para un ser bullicioso, dueño de la verdad y sobrado de su propia arrogancia, ese “nunca más” resonó como inmenso canto funerario. Fue una piedra arrojada a un estanque: las ondas cesaron, y el agua se aquietó. Sólo entonces él pudo, con la picardía de un saltamontes en la penumbra, lanzar otra piedra, aferrado a la idea de salvar el vínculo… o lo que quedaba de él.


Ella

La habitación estaba en penumbras, aunque el día llevaba horas clareando afuera. Desde el accidente de mayo, su existencia se había vuelto un lienzo gris, pintado por la ausencia de esperanza. Despertó al murmullo de la ciudad: el tráfico, las persianas golpeando el viento, el latido aturdido de sus pensamientos. “Otro día más”, se dijo, mientras el eco del reloj le recordaba cada segundo sin él.

Antes, era feroz protectora de su hijo, defendía a su familia como una leona. Sus palabras ardían y bramaban, era fuerza en estado puro—“Los Fuegos” de Galeano, que quemaba con su brillo intenso. Ahora, apenas lograba encender ese rescoldo. Su cuerpo era un carruaje ajado, quejarse de él le parecía una traición a su propia fortaleza. Se levantó y caminó hacia la cocina; el aroma del café recién hecho palpitaba en el aire como una promesa antigua, pero su corazón no encontraba sabor a consuelo.

En su soledad, consumía horas mirando vídeos triviales: fugas de risas ajenas que no aportaban calor a su fuego interior. Sabía demasiado, sentía demasiado… ¿pero con quién compartirlo? Él no navegaba sus mismos ríos de lectura. Una vez ella le había leído un fragmento de Cortázar que la había dejado extasiada; él aceptó a regañadientes, y tras la última línea murmuró: “No lo entiendo”. Fue como si el Mar Rojo se abriera entre ellos, y ella, aterrada, calló para siempre. Desde entonces no volvió a compartir sus universos.

Un fin de semana, él viajó y ella quedó sola, junto a su hijo. Se duchó y dejó el móvil rezumar sobre la mesa de la alberca. De pronto vibró con una videollamada suya:
—¿Con quién estás?
—Con mi hijo.
—¡Mentira! ¡Llevaste a un hombre a mi casa!
—¡No! ¿Cómo se te ocurre?
La carcajada del niño llegó como daga helada. Ella comprendió que su amor había despertado en él la duda. El peso de la traición le oprimió el pecho: ¿cómo podía desconfiar así, la madre de su hijo? Su cuerpo dolía de ausencia, y la soledad se transformaba en muro infranqueable.


El amante

Pasadas las festividades, él no cambió sus andares libertinos: enero lo encontró centrado en otra mujer. No era ella, la que lo esperaba cada tarde al pie de esa alberca de recuerdos, sino alguien más sencilla, con menos universos en el alma. Esa sencillez actrajo a él, le devolvió la sensación de control como quien abrasa la piel en un fuego suave.

Se acercaba el viaje esperado al extranjero. Para ella, la nostalgia se anudaba en cada recuerdo de cielos pasados y olas compartidas. Él había viajado con más asiduidad y, al fin, la convenció de que estaría bien: “Podrás con las consecuencias del accidente, tranquila”, le garantizó, aunque su mirada titubeaba como llama al viento.

En su psique brotó la confusión: retomar la terapia era su escape—quizá para mitigar la culpa, quizá para tramar con mano fría la manera de desembarazarse de ella. La sutileza no era su talento: era un torbellino, un vendaval incesante. Así transcurrió enero: ella escribía y leía con avidez, él vivía su vida paralela, extrayendo placer de la indiferencia. Pronto vendría su aniversario… y luego, el viaje.


Ella

Enero la aprisionaba como un aire denso de verano: el calor la adormecía hasta el amanecer. Sin embargo, la ilusión del viaje brillaba como un faro: hacía años que no visitaba aquel puerto. Su hijo dormía y ella, en la penumbra, pensó en hacerlo viajar con ellos, pero prefirió callar; ya presentía la nevada de un “no” contundente en sus labios.

Cuando el móvil vibró con un mensaje suyo—“Feliz aniversario, amor”—pudo sentir el eco tibio de un recuerdo. Ella respondió con un corazón y, con pasos pesados, se vistió para el encuentro. El día prometía brisas suaves en el litoral, pero su pecho latía como tambor de guerra: algo en él se había tornado un abismo insondable.


El amante y ella

Era su segundo aniversario. Él, inquieto como un mar que amenaza tormenta, envió el mensaje y luego merodeó por la habitación. Hacía un instante la brisa del mar había sido calma, pero en un segundo se quebró en un tsunami que arrastró dos años de confidencias, de tactos y caricias.

Cuando ella llegó con la sonrisa aún fresca, descubrió un muro enorme que ya no cabía entre ellos. Sus pupilas, otrora espejos de ternura, se habían vuelto rocas endurecidas. Ella, que leía gestos y sonidos como partituras, supo sin palabras que el amor se había extinguido. Sus labios se abrieron para escucharlo, y él pronunció aquella sentencia mortal:
—Se acabó el amor.
Entonces vino el estruendo del reproche: él la acusó, ella se defendió, las palabras llovían como metralla. Ella lloró, él gritó: su furia abrió el coche donde ella empacó lo imprescindible. Afuera, la lluvia caía inclemente, cada gota punzaba su conciencia. Era el final.


Fin
Afuera llovía. Las gotas eran agujas que perforaban su pecho: el fin de un amor, la certidumbre de la soledad compartida.

2 comentarios:

  1. Hola, Sandra. Te vuelvo a dejar las bases del desafío. Se trata de un solo microrrelato de máximo 100 palabras. Gracias.

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  2. Aquí las bases: https://lidiacastronavas.com/escribir-jugando/

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