Bálsamo
y raíz.
Y de repente,
entre todo lo que brotaba de tu boca como gotas de llovizna —gotas que no
querías en tu vida— estuve yo.
Ya no querías mi presencia. Sin
explicaciones, en una lista de “no quiero”, estaba mi nombre. Fue como si una tormenta
cayera solo sobre mí, helada y desoladora, mientras el resto del mundo seguía
bajo un cielo claro.
No pude
entenderte. Pero supe respetarte. Siempre supe respetar las decisiones ajenas,
incluso cuando eran cuchillos dirigidos hacia mí.
Agaché la cabeza —que pesaba como una
piedra saturada de lluvia— y dije en voz baja: bueno, me
voy.
Luego llegó el
silencio.
Recogí mis cosas despacio, como quien
junta restos de un naufragio en la orilla. Me asombraba no sentir nada: era el
adormecimiento del corazón.
Un corazón cansado, como un pájaro de
alas rotas que ya no quiere intentar volar.
Un corazón anestesiado, convertido en
mármol, incapaz de llorar.
Ya no puedo
llorar, ya no.
Pero puedo escribir.
Quizás estas palabras sean lágrimas
transfiguradas: gotas pesadas y afiladas que no ruedan por mis mejillas, sino
que caen sobre el papel como fragmentos de cristal.
No guardo
rencor; tampoco busco entender. ¿Para qué? El corazón fatigado solo quiere
reposar en la soledad tranquila de mi hogar, abrazado a lo que aún amo.
Allí, entre paredes que conocen mi voz
y rincones que guardan mis huellas, podrá rehacerse.
Allí, como semilla enterrada en la
sombra, hallará la fuerza para volver a brotar, para alzarse otra vez después
de este abismo.
Solo el tiempo.
El tiempo como bálsamo y como raíz.