jueves, 29 de mayo de 2025

AL FILO DE LA NAVAJA

 


Una tarde de otoño, gris, triste. Yo la escuchaba, la observaba, secretamente la admiraba. Ella estaba recostada en uno de los sillones del living. El gris, de respaldo alto. Gris, como ella. Sus botas de tacón aguja relucientes. Sus piernas cruzadas, se hamacaban hacia adelante y hacia atrás. Su jean celeste apretado mostraba parte de su estilizada silueta. El suéter negro, como las botas, holgado, nunca la vi con una prenda superior ajustada. Como si esa parte no se podía presionar. El cuello largo y su barbilla en punta. Su cabello rebeldemente corto y negro, contrastaban con el verde de sus ojos. Yo la observaba. Ella me hablaba pausado, también la escuchaba. Sus manos inquietas se restregaban en los jeans. Sus ojos se tornaban eternamente tristes. Podría adivinar que en su interior no pensaba en el futuro, ni le importaba. Creo que pensaba que el futuro de ella no existía. Si el pasado. Cada vez que decía: “te acordas de…? Parecía como si se clavara cuchillos en el corazón. Le dolía mucho su pasado. Por eso era gris. El pasado lo tenía presionado en su corazón, como sus jeans en sus caderas y piernas.

            Pronto hizo una pausa, el ambiente se cortaba de dolor. Miraba sus ojos y no sabía cómo decirle que todo iba a estar bien. Que solo son tormentas. Pero yo no podía hablar. Me esforzaba por hacerle ver aquello que yo veía. Su potencial, su amor, su ternura. Ella insistía en adjetivarse de la peor manera.

            El silencio doloroso siguió, yo no pude hablar. No pude consolarla. Sus ojos se habían inundado de llanto. Sus palabras repetían “no puedo”, “solo soy una molestia”. Y así comenzaba un eterno llanto que solo lograba acallar con una manera particular. No echaba culpas, no odiaba. Sentía miseria por ella misma. A esa altura de su llanto y desconsuelo, había abandonado la pose erguida y sus codos se apoyaban en las piernas y sus manos sostenían el rostro y dejaban caer las lágrimas.

            Pronto callo, se sosegó. Yo no pude decirle nada. Salió veloz de la habitación, tenía algo urgente que llevar acabo. En pocos minutos regresó. Tenía en su mano derecha un afilado cuchillo que brillaba en la tenue luz de la habitación. Apretaba los dientes y volvía a llorar. Se arremango el suéter celeste. Sus brazos, pergaminos de sus luchas, quedaron al descubierto. Su mano temblorosa sostuvo el cuchillo sobre su brazo. Sus lágrimas marcaban el recorrido del corte. La observaba con pena no pudiendo hacer nada por ella. Sabía que ella no se moriría allí. Pero su ignorancia de un futuro la perturbaba. Presionó el afilado cuchillo y la sangre comenzó a brotar como lo hacían sus lágrimas. Pronto todo fluía, lágrimas, sangre. Pasó un tiempo mirando la sangre correr y sintió una sensación de paz. Como si ese castigo lo hubiera merecido. Yo no entendía por que se castigaba tan cruelmente. Y no podía musitar palabras, solo la observaba.

            Se incorporó y buscó una prenda de su cajón. Se cubrió la herida, pronto cesó de sangrar, sus mandíbulas se aflojaron, ya no presionaba los dientes. Ya no lloraba. Algo de ella se había ido. Dejo el sillón en el cual se vendó la herida y se dirigió a su cama. Boca arriba mirando la nada. Otro día mas. Otra vez más. Quería preguntarle cuando se perdonaría. No podía hacerlo.

            Incorporada entre la cama y el sillón estaba yo con mi silencio. Giré hacia el espejo y me vi. Años habían pasado, el gris de la mirada continuaba. Sentí pena por ella. No podía yo nada hacer. Estaba yo batallando las tormentas presentes. Aunque más fuerte, aunque nunca más lastimarme. Aunque peleaba todos los días por amarme.

            La dejé en su cama, con los años entendería que ella no estaba demás, que era necesitada y amada. Años le costó entenderlo.

            Me miré los brazos y vi mi juego por el filo del cuchillo. Cicatrices en el cuerpo y en el alma. Esta vez estaba caminando hacia la aceptación.

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