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Laika, flor muerta en el jardín del cosmos
No ladró. No aulló.
Solo miró, con sus ojos redondos como lunas tristes,
al hombre que le ataba las patas por amor a la ciencia.
Ella no sabía de banderas, ni de gloria,
ni de esa guerra de vanidades que se disputaba el cielo.
Solo sabía de migajas, de frío,
de un rincón bajo el banco y una caricia postergada.
La llamaron pionera. Mártir.
Le construyeron monumentos, le cantaron odas.
Pero nadie bajó la palanca del lanzamiento con los ojos llenos de culpa.
Nadie lloró mientras su corazón latía desesperado,
aplastado por el peso de la atmósfera humana.
Laika voló.
No hacia las estrellas, sino hacia el absurdo.
Como Ícaro, sin alas.
Como Prometeo, sin fuego.
Como todo ser vivo sacrificado en nombre de una idea que no comprende.
La encerraron en una esfera metálica,
le pusieron sensores y electrodos
como si el alma pudiera medirse en voltios.
Y la arrojaron al firmamento
como quien lanza una piedra a lo profundo de un pozo sin fondo.
El hombre,
ese bípedo insaciable que roe la filosofía como un roedor hambriento de sentido,
no construye futuro:
construye mausoleos de carne inocente.
Oh humanidad,
devoradora de especies, creadora de dioses,
criatura que juega a ser titán con las manos sucias de ternura mutilada.
No llorés por Laika ahora.
Ella no murió en el espacio.
Laika murió
en la indiferencia de la mano que la alimentó
para luego entregarla al altar de la razón vacía.
En el aplauso unánime del mundo que prefirió mirar el cielo
antes que mirarse al espejo.
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