Una tarde de otoño, gris y triste.
Yo la escuchaba, la observaba. Secretamente, la admiraba.
Estaba
recostada en uno de los sillones del living —el gris, de respaldo alto—. Gris,
como ella.
Llevaba botas de tacón aguja relucientes. Sus piernas, cruzadas, se hamacaban
hacia adelante y hacia atrás.
El jean celeste, ajustado, marcaba su silueta estilizada.
El suéter negro —como las botas— holgado. Nunca la vi con una prenda ajustada
en la parte superior.
Como si esa zona del cuerpo no pudiera ser presionada.
Tenía el cuello
largo, la barbilla en punta.
Su cabello, negro y cortísimo, contrastaba con el verde de sus ojos.
Yo la
observaba.
Ella me hablaba con voz pausada.
También la escuchaba.
Sus manos
inquietas se restregaban contra los jeans.
Sus ojos se volvían eternamente tristes.
Podía adivinar que no pensaba en el futuro…
Ni le importaba.
Creo que, para ella, el futuro no existía.
Solo el pasado.
Cada vez que
decía: “¿Te acordás de…?”, era como si un cuchillo se clavara en su pecho.
Le dolía recordar.
Por eso era gris.
El pasado lo
tenía incrustado en el corazón,
como sus jeans en sus caderas y piernas.
Pronto hizo una
pausa.
El ambiente se llenó de un dolor espeso, cortante.
Yo la miraba a
los ojos y no sabía cómo decirle que todo iba a estar bien.
Que las tormentas pasan.
Que yo veía en ella amor, potencial, ternura.
Pero no podía
hablar.
Ella seguía, insistente, adjetivándose de la peor manera.
El silencio
siguió.
Doloroso.
Yo seguía sin poder decir nada.
Sus ojos ya
estaban inundados.
Las palabras eran siempre las mismas:
“No puedo.”
“Solo soy una molestia.”
Entonces
comenzó a llorar.
Un llanto eterno, agitado, que solo lograba acallar con una forma particular.
No culpaba a
nadie.
No odiaba.
Solo sentía pena de sí misma.
Profunda, honda, oscura.
Para entonces,
su cuerpo había abandonado la postura erguida.
Apoyaba los codos sobre sus piernas,
las manos sostenían su rostro.
Las lágrimas caían sin pudor.
Después de un
tiempo, calló.
Se sosegó.
Yo seguía sin
poder decirle nada.
Se levantó de golpe.
Salió veloz de la habitación.
Tenía algo urgente por hacer.
Volvió a los
pocos minutos.
Traía en su mano derecha un cuchillo afilado,
que brillaba bajo la tenue luz.
Apretaba los
dientes.
Lloraba otra vez.
Se arremangó el
suéter negro.
Sus brazos, pergaminos vivos de luchas pasadas, quedaron al descubierto.
Temblando,
colocó la hoja del cuchillo sobre su piel.
Las lágrimas marcaban el camino del corte antes de que este sucediera.
Yo la observaba
con pena.
Sabía que no iba a morir ahí.
Pero también sabía que no veía futuro.
Presionó el
filo.
La sangre brotó,
como brotaban sus lágrimas.
Y entonces, por
un momento,
sintió paz.
Como si el castigo se lo mereciera.
Como si fuera justo.
Yo no entendía
por qué se castigaba así.
Ni por qué no podía amarse.
Ella se vendó
con cuidado.
La sangre cesó.
El cuerpo se relajó.
Ya no lloraba.
Algo en ella se había ido.
Se tendió en la
cama.
Boca arriba.
Mirando la nada.
Otro día más.
Otra vez más.
Quise
preguntarle cuándo se perdonaría.
Pero no pude hacerlo.
Entonces giré
hacia el espejo.
Y me vi.
Años habían
pasado.
El gris seguía en la mirada.
Sentí pena por ella.
Y por mí.
Porque yo era
ella.
Ella era yo.
Dos versiones del mismo dolor.
Hoy, aunque más
fuerte,
aunque ya no me lastime,
aunque luche por amarme,
aún batallo tormentas.
Me miré los
brazos.
Vi las cicatrices.
Las del cuerpo.
Las del alma.
Y supe que
estaba caminando.
Esta vez, sí.
Hacia la aceptación.
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