sábado, 14 de junio de 2025

AMOR QUE TRASPASÓ MUNDOS


 

Sentada a orillas de la chimenea, con el dulce abrazo invisible del calor, la noche me ha encontrado escuchando melodías nórdicas. El ambiente acogedor y la pluma que juguetea en mi mano, me invitan a escribir viejas historias de seres míticos, de valientes guerreros y bellas mujeres de Midgard.

Como el fuego abrazador, la pluma comienza a contar la historia de un berserker, combatiente feroz e inmune al dolor. Su nombre era Asragad. Todo él era vigor y fuerza sobrehumana. Cada batalla, una victoria. Su rostro, tallado por los dioses, mostraba facciones duras, pero bellas, y sus ojos, como lagos del norte, ocultaban una profundidad que pocos conocían. En el combate era una tormenta, una bestia invencible… pero su corazón, ah, su corazón era un escudo tallado con runas de amor, y en él estaba grabado el nombre de una mujer: Astinia.

Astinia, nacida al amanecer de un solsticio de verano, era luz y vida en su apogeo. El sol la acarició el día en que vino al mundo, y desde entonces su esencia fue el susurro del bosque, el canto del arroyo y el perfume de las flores del norte. Su alma estaba consagrada a sanar y proteger la naturaleza. Herborista sabia, protectora de los bosques, hablaba con las criaturas salvajes y comprendía el lenguaje secreto de las plantas. Siempre unas bandadas de bellos loros blancos le murmuraban su amor al oído. Para Asragad, ella era el hogar que no ardía en la guerra. La adoraba con la devoción de un dios menor, como Freyja amó a Óðr, con dulzura feroz y sin límites.

Pero los hilos del destino —tejidos por las Nornas en lo más profundo de las raíces de Yggdrasil— no suelen contemplar la eternidad para los amantes mortales.

Cada vez que Asragad partía hacia el combate, Astinia lo despedía con una sonrisa temblorosa, mientras un lobo aullaba a lo lejos, como un presagio. Ella recogía hierbas junto al río, pero su alma permanecía con él, danzando al filo de su espada.

Y así llegó la última batalla.

Asragad luchó como un dios en la tierra. El campo retumbaba bajo sus pies, su hacha era un relámpago en la tormenta, su furia un rugido de los antiguos. Pero el destino, cruel tejedor, tenía otros planes: un filo traidor, oculto en la sombra, le atravesó el pecho. Cayó de rodillas, mirando el cielo gris de Midgard, susurrando apenas el nombre de Astinia.

Ella, alertada por un estremecimiento en su alma, corrió hasta el campo de batalla. Lo halló tendido entre la sangre y los escudos rotos. Su cuerpo era piedra y llama, pero aún su pecho ardía con vida. Se arrodilló a su lado, lo besó en la frente y supo… que los dioses estaban por llevárselo.

Y entonces descendió una valquiria, resplandeciente, de alas blancas como el hielo y ojos tan antiguos como el primer trueno. Se acercó para reclamar el alma del guerrero. Pero Astinia, sin miedo, se interpuso.

—Llévame con él —dijo—. No quiero vida sin Asragad. No hay tierra que me reciba si no es la suya. Si su alma irá al gran salón de los caídos, que la mía arda junto a la suya.

La valquiria dudó. Nunca antes una mortal había pedido tal cosa. Elevó su rostro al cielo, y Odín, desde su trono en Hlidskjálf, lo vio todo.

El graznido de Huginn y Muninn rasgó el cielo. El cuervo de la memoria y el cuervo del pensamiento susurraron al oído del Padre de Todos:

—Este amor no quebranta la ley, la trasciende.

Y entonces Odín, que ha visto mil batallas y mil traiciones, se levantó con su lanza Gungnir y dijo:

—Que así sea. Que el amor que vence al miedo tenga su lugar en el Valhalla. Juntos serán una llama eterna en mis salones.

Y así, entre relámpagos y cantos antiguos, la valquiria alzó a los dos. Sus cuerpos se disolvieron en luz, y un eco quedó vibrando sobre el campo de batalla. Una canción que todavía cantan los bardos en los salones de Escandinavia.

Dicen que en Valhalla, cuando los Einherjar beben hidromiel y las valquirias sirven con risas, hay una pareja que siempre baila junta, como fuego y tierra, como trueno y flor. Asragad y Astinia, guerrero y sanadora, héroes de un amor que ni la muerte pudo quebrar.

Ahora, recostada en mi silla, con la última melodía nórdica deslizándose por el aire y el fuego aún ardiendo en la chimenea, cierro el cuaderno con suavidad.

Me siento plena.

Feliz de haber recordado esta historia de amor,
grabada en el viento del norte…
y escrita, una vez más,
bajo el dulce abrazo invisible del hogar.

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