Sentada a
orillas de la chimenea, con el dulce abrazo invisible del calor, la noche me ha
encontrado escuchando melodías nórdicas. El ambiente acogedor y la pluma que
juguetea en mi mano, me invitan a escribir viejas historias de seres míticos,
de valientes guerreros y bellas mujeres de Midgard.
Como el
fuego abrazador, la pluma comienza a contar la historia de un berserker,
combatiente feroz e inmune al dolor. Su nombre era Asragad.
Todo él era vigor y fuerza sobrehumana. Cada batalla, una victoria. Su rostro,
tallado por los dioses, mostraba facciones duras, pero bellas, y sus ojos, como
lagos del norte, ocultaban una profundidad que pocos conocían. En el combate
era una tormenta, una bestia invencible… pero su corazón, ah, su corazón era un
escudo
tallado con runas de amor, y en él estaba grabado el nombre de
una mujer: Astinia.
Astinia,
nacida al amanecer de un solsticio de verano, era luz y vida en su apogeo. El
sol la acarició el día en que vino al mundo, y desde entonces su esencia fue el
susurro del bosque, el canto del arroyo y el perfume de las flores del norte.
Su alma estaba consagrada a sanar y proteger la naturaleza. Herborista sabia,
protectora de los bosques, hablaba con las criaturas salvajes y comprendía el
lenguaje secreto de las plantas. Siempre unas bandadas de bellos loros blancos
le murmuraban su amor al oído. Para Asragad, ella era el hogar que no ardía en
la guerra. La adoraba con la devoción de un dios menor, como Freyja amó a
Óðr, con dulzura feroz y sin límites.
Pero los
hilos del destino —tejidos por las Nornas en lo más profundo de las raíces de Yggdrasil—
no suelen contemplar la eternidad para los amantes mortales.
Cada vez que
Asragad partía hacia el combate, Astinia lo despedía con una sonrisa
temblorosa, mientras un lobo aullaba a lo lejos, como un presagio. Ella recogía
hierbas junto al río, pero su alma permanecía con él, danzando al filo de su
espada.
Y así llegó la última
batalla.
Asragad
luchó como un dios en la tierra. El campo retumbaba bajo sus pies, su hacha era
un relámpago en la tormenta, su furia un rugido de los antiguos. Pero el
destino, cruel tejedor, tenía otros planes: un filo traidor, oculto en la
sombra, le atravesó el pecho. Cayó de rodillas, mirando el cielo gris de
Midgard, susurrando apenas el nombre de Astinia.
Ella,
alertada por un estremecimiento en su alma, corrió hasta el campo de batalla.
Lo halló tendido entre la sangre y los escudos rotos. Su cuerpo era piedra y
llama, pero aún su pecho ardía con vida. Se arrodilló a su lado, lo besó en la
frente y supo… que los dioses estaban por llevárselo.
Y entonces
descendió una valquiria,
resplandeciente, de alas blancas como el hielo y ojos tan antiguos como el
primer trueno. Se acercó para reclamar el alma del guerrero. Pero Astinia, sin
miedo, se interpuso.
—Llévame con
él —dijo—. No quiero vida sin Asragad. No hay tierra que me reciba si no es la
suya. Si su alma irá al gran salón de los caídos, que la mía arda junto a la
suya.
La valquiria
dudó. Nunca antes una mortal había pedido tal cosa. Elevó su rostro al cielo, y
Odín,
desde su trono en Hlidskjálf,
lo vio todo.
El graznido
de Huginn
y Muninn
rasgó el cielo. El cuervo de la memoria y el cuervo del pensamiento susurraron
al oído del Padre de Todos:
—Este amor
no quebranta la ley, la trasciende.
Y entonces Odín,
que ha visto mil batallas y mil traiciones, se levantó con su lanza Gungnir y
dijo:
—Que así
sea. Que el amor que vence al miedo tenga su lugar en el Valhalla. Juntos serán
una llama eterna en mis salones.
Y así, entre
relámpagos y cantos antiguos, la valquiria alzó a los dos. Sus cuerpos se
disolvieron en luz, y un eco quedó vibrando sobre el campo de batalla. Una
canción que todavía cantan los bardos en los salones de Escandinavia.
Dicen que en Valhalla, cuando los Einherjar beben hidromiel y las valquirias
sirven con risas, hay una pareja que siempre baila junta, como fuego y tierra,
como trueno y flor. Asragad
y Astinia, guerrero y sanadora, héroes de un amor que ni la
muerte pudo quebrar.
Ahora,
recostada en mi silla, con la última melodía nórdica deslizándose por el aire y
el fuego aún ardiendo en la chimenea, cierro el cuaderno con suavidad.
Me siento
plena.
Feliz de haber recordado esta historia de amor,
grabada en el viento del norte…
y escrita, una vez más,
bajo el dulce abrazo invisible del hogar.
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