La misma sensación de los domingos al atardecer se posa
sobre mí, una melancolía que se teje con el
hilo fino de la luz menguante. Esta vez, sin embargo, se
agudiza, se afila, punza con el abrazo frío de la tarde. Es una extraña levedad la que se instala en el
cuerpo, como si el alma se desprendiera lentamente, ascendiendo
en un suspiro. Los ojos, tercos y obstinados, se humedecen sin permiso,
rebelándose a la voluntad de contención. Mis manos, pequeñas y desamparadas,
buscan refugio instintivamente en el calor de mi regazo, como crías de pájaro anhelando el nido.
El cuerpo entero parece ser llamado por un sonido inaudible, una sirena silenciosa que lo arrincona en la cama,
buscando el cobijo de las sábanas como si fueran un caparazón protector. Son
los mismos síntomas de siempre, el ritual ineludible de esta emoción.
Y por dentro, una sensación que arde con la
furia contenida de una brasa incandescente en el centro del pecho,
un peso que me oprime, una piedra que no puedo mover. Me acurruco, busco la
posición fetal, la calidez que promete un consuelo, pero es inútil. La
estrategia falla, el dolor persiste. Las lágrimas, traicioneras y sin control,
comienzan a brotar, un manantial repentino que no
obedece a la razón. Intento encontrar un porqué, busco causas,
analizo cada rincón de mi memoria, cada evento de la semana, de la vida.
Indago, investigo en los laberintos intrincados de mi propia cabeza, buscando
la lógica, la explicación que justifique esta avalancha. Pero no la hay.
Simplemente me siento angustiada. Con este dolor sordo y persistente en el pecho, con estas lágrimas
que brotan sin freno, sin un motivo aparente, sin una razón que las ordene.
Comprendo que la única salida es dejarla fluir. Necesito
soltar las amarras, permitirle a esta emoción que sea, que se manifieste en
toda su plenitud. Porque así como la risa desbordante de la felicidad necesita
expresarse, así como la ira necesita su descarga o la alegría su celebración,
la angustia también demanda su espacio. Es una parte intrínseca de nuestra
humanidad, una marea interna que sube y baja
sin nuestro control. Cada domingo, entonces, haré una tregua.
Me amigaré con ella, con esta sensación que me visita, y la dejaré entrar, como quien abre la puerta a un viejo y
conocido visitante que, aunque no siempre deseado, forma parte del paisaje. Le daré la bienvenida, le permitiré
que se exprese libremente, con la esperanza de que, una vez vivida, se disipe
como la niebla al amanecer, dejándome de nuevo en calma. Es un acto de
aceptación, una forma de honrar el sentir, porque solo al permitir que la
emoción se complete, podemos verdaderamente avanzar.
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