Desperté. El cuerpo me pesaba como si mil elefantes arrastraran mi alma por
los lodos de Helheim. Recordaba apenas la batalla, el fragor del acero, y
luego… el estallido ardiente de la lanza atravesando mi pecho.
Intenté moverme. A mi alrededor, un silencio casi sagrado
lo envolvía todo. Entendí que había cruzado el umbral, que ya no habitaba el
mundo de los vivos. Estaba en Valhalla, el salón de los caídos, el reino
prometido de Odín. Pero algo en mí se resistía a la gloria. Algo dolía más que
la herida: el recuerdo.
Giré apenas el cuerpo y, entre las penumbras azuladas,
divisé la silueta de una valquiria. Dormía a mi lado, o al menos eso creí. Su
cabello lacio caía como tinta sobre su rostro, jugando travieso con su cinturón
de plata trenzada. Su vestidura etérea se ceñía a su figura con la delicadeza
de las nieblas de Niflheim.
Pero lo que más me atrapaba eran sus párpados. Quietos, perfectos, como dos portales cerrados
custodiando diamantes en reposo. No se movían. Ni una pestaña. Su respiración
no alzaba su pecho, ni siquiera un leve temblor.
El dolor físico aún ardía, como si la lanza siguiera
alojada en mi pecho. ¿Cómo podía doler tanto el cuerpo si ya no estaba vivo?
¿Acaso el alma también sangra?
Quise tocarla. La reverencia me hizo contener el aliento,
pero algo me impulsó. Con suavidad acerqué mi dedo a su nariz. Y entonces, la
verdad cayó sobre mí como el martillo de Thor.
No
respiraba.
En ese instante, como un rayo desgarrando el cielo de
Asgard, lo recordé todo. Yo no era un guerrero. No merecía el banquete ni las
canciones. Era solo su amante. Ella, valquiria indómita, desafió las normas del
Padre de Todo al amarme. Y por ese sacrilegio fue castigada con la muerte
definitiva, no el honor de la batalla, sino el olvido eterno.
Yo fui herido por quien se suponía debía protegerla.
Ella, condenada por amar. Y ahora yacía en el reino al que no debía regresar.
Quizás los dioses se apiadaron, permitiendo este último instante juntos. O
quizás esto no era Valhalla. Tal vez era el borde de Ginnungagap, el abismo
primigenio donde el tiempo no corre y los condenados esperan su fin.
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