Hacía muy poco tiempo de mi convalecencia en la clínica. Me encontraba reposando serenamente en mi cama y comencé a tener ese sueño repetitivo que solía tener en mi internación, sólo que esta vez dio un giro inesperado. Comenzaba por sentir una liviandad en mi cuerpo, los pensamientos se detenían – como deseaba hacerlo en mis meditaciones pero sin lograrlo – sentía mucha paz, indescriptible. ¿Por qué en vida nunca he sentido esa paz? Todo se hacía cada vez más claro, más áureo. Ya no pesaba, era éter. Alguien, un ser que no podría definir, me entregaba una flor, era una rosa blanca. A pesar de ser yo solo éter brotó una gota de sangre. Sentí un dolor familiar, no físico, más bien emocional. Pero seguía sintiendo esa paz. Quería seguir allí. No sabía si soñaba o de verdad estaba allí. Las sensaciones eran tan reales que no podría decir que era solo un sueño.
De pronto, como cayendo de un
abismo, abrí los ojos en mi cama, el gato había saltado a ella y me había
arrebatado de lo que pensaba era mi realidad. De repente sentí en mis manos
algo, observé atónita una rosa blanca, y en mi mano una gotita de sangre. Quedé
sin palabras. Sin aliento. No era yo una persona creyente, sí había
incursionado en las teorías orientales budistas, pero no como religión, sino
como forma de buscar paz. Esa paz de ese sueño. Esa paz que aún estaba en esa
rosa y en mi gota de sangre. No quería caer en explicaciones paranormales,
holísticas o psíquicas. No creía en eso. Pero aun con la sensación de liviandad
y la rosa, y la sangre…
Pasó mucho tiempo hasta que pudiera
moverme. Estaba absorta pensando si realmente estuve en el mas allá, si era así,
¿cómo lo conciliaba con mi ateísmo? No podía negar que definitivamente hubo un suceso,
desperté con esa rosa blanca y la gota de sangre, y estas vinieron del sueño.
No me acosté así la noche anterior. Pero tenía que empezar mi día, era laboral, no podía estar más en la cama. Tomé
la rosa con mucho cuidado, aun sintiendo la liviandad, y la dejé en un florero
en mi mesa de noche, me sequé la gota de sangre con un pañuelo viejo que
encontré hurgando en un cajón y lo dejé al lado de la rosa.
Cuando salí a la calle aún me sentía
liviana, rara, mi mente estaba en el vacío, pero no pude dejar de notar que
veía rosas blancas en todos los jardines, plazas y parques. Me percaté que
estaba pasando por el sesgo de
confirmación, siendo psicóloga, sé que es un fenómeno normal cuando algo nos ha
marcado mucho. Llegué a mi consultorio. Las secretarias habían adornado con
rosas blancas la mesa de la sala de espera. Tenía el tiempo justo, no pude
conversar con mis colegas sobre lo sucedido.
Mi primer paciente, un hombre en sus
sesenta, hacía tiempo venía a mi consulta. Fuimos haciendo pequeños logros.
Pero él aún seguía sintiendo un vacío existencial que, por más que lo habíamos
abordado de distintas maneras, no podía salir de él. No le encontraba sentido a
su vida y muchas veces había fantaseado con su muerte. Mi terapia consiste en
escuchar y sobre lo que escucho preguntar y repreguntar. Pero como mi cabeza
estaba llena de rosas blancas, le plantee lo que me había sucedido a mí, como
algo potencial que le podría pasar a él y qué sentimientos, sensaciones y
decisiones le harían tomar. De pronto me sentí pidiendo ayuda a mi paciente. Él
lo pensó un rato, vi en sus ojos un destello de esperanza, de respuesta a su vacío.
Su respuesta fue segura y tajante, - pues, buscaría la forma de morir para
vivir esa experiencia, pero jamás volver.
Su respuesta me quedó resonando
durante todo el día. ¿Acaso alguna omnipresencia me estaba invitando a morir? Yo,
atea… no me lo podía permitir. Sabía que en ese sueño había algo más. No lo
había encontrado aún, pero mi persistencia y mi terquedad harían que encuentre
en mi interior la respuesta.
Al regresar a casa admiré la rosa, observé
el pañuelo, no era mío, estaba amarillento y tenía unas iniciales A.B. Ese
pañuelo con mi gota de sangre había pertenecido a mi madre. Comencé a recordar
mi infancia con ella. Era una madre muy rígida, fría y distante. Me obligaba a
ir a misa y me ingresó en un colegio Católico. Era una persona con la que yo tenía
prohibido expresar mis sentimientos, eso era cosa de mujeres blandas. Por mucho
tiempo le guardé rencor. Lo superé con terapia. Quizás por eso soy Psicóloga.
Padre ausente, única hija. Sufrí mucho sus destrates y su frialdad. En mi casa
no había una sola foto de ella, es como si la hubiese arrancado de mi vida. Seguí
recordando a esa mujer tan fría. En la lejanía recordé que lo único que la hacía
un poquito más humana era su amor por los perros y las plantas. Recuerdo su última
perra, una galguita negra, Cleopatra. La acompañó hasta sus últimos días. Al
mes la perrita falleció de tristeza. Yo no. Algo que amaba también era su
jardín, lleno de… rosas blancas… me quedé mirando la rosa, era igual a las que
ella sembraba y cuidaba tanto, a las que les concedía el amor que a mí me
negaba, el tiempo la dedicación. No podía dejar de ver esa rosa y su rostro,
estaba confundida… y la sangre, en su pañuelo. La sangre del dolor por su
indiferencia, por su frialdad para conmigo, por su negación a una caricia, por
su lejanía. No era un dolor físico, era un dolor en el alma que creía haber
dejado atrás y este maldito sueño con su rosa y su sangre me volvieron a traer
Mi ateísmo no ha cambiado, pero sé
que ese ser de luz, que en un momento de liviandad de sentir la nada y la luz, la
paz, la quietud, me regaló una rosa y al mismo tiempo me hizo sangrar con ella,
era mi madre. Ella trascendió pero su alma siguió igual, amando sus rosas y
lastimándome. Por eso inmediatamente tomé la rosa, la puse dentro de la Biblia
que era de ella, junto con su pañuelo y dije en alta voz que si hay un ser
omnipotente, ¡que se apiade de ella! Por el daño que me hizo y aún sigue
haciéndome.
Al
colocar la rosa blanca dentro de la Biblia de mi madre y pronunciar esas
palabras cargadas de emoción, un silencio profundo llenó la habitación. La
atmósfera parecía cargada de significado, como si las palabras resonaran en el
espacio entre el cielo y la tierra.
Me
quedé mirando la rosa, ahora protegida por las páginas de aquel libro sagrado
que mi madre solía leer. Mis manos temblaban ligeramente, no por miedo, sino
por la magnitud de lo que acababa de descubrir. Aunque mi ateísmo seguía
intacto, una nueva certeza se había instalado en mi corazón: el sueño, la rosa,
la sangre... todo eso había sido una manifestación del amor y el dolor de mi
madre, incluso más allá de su vida terrenal.
Mis
creencias no se tambalearon, pero mi comprensión del mundo sí. Ya no podía
ignorar la conexión entre mi pasado y mi presente, entre el rencor y la
compasión. En ese momento, me di cuenta de que la búsqueda de paz y sentido en
la vida no estaba limitada por etiquetas o dogmas, sino por la aceptación y la
reconciliación con uno mismo y con los demás.
Cerrar
la Biblia fue como cerrar un capítulo largo y doloroso de mi vida. A partir de
ese día, las rosas blancas no solo serían flores comunes en los jardines, sino símbolos
de un amor que trasciende las barreras del tiempo y las creencias.
No hay comentarios:
Publicar un comentario