Me levanté a la hora de siempre. Me alisté y salí, casi por inercia, rumbo al café de siempre, mi favorito. Afuera, el clima tenía algo extraño, como si las nubes no supieran a dónde ir. El viento arremolinaba mis cabellos azabache como si quisiera despeinar también mis pensamientos. Nada fuera de lo previsto, o eso creía.
Me senté en la mesa de siempre. El mozo apareció con mi
pedido sin que yo lo hubiera hecho. La taza humeaba con un aroma familiar, pero
el primer sorbo fue una traición: demasiado azúcar. Lo rechacé, molesta. Llamé
al mozo, que regresó con otra bandeja sin decir palabra, como si leyera mis
gestos más íntimos. Esta vez el café era perfecto.
Un sonido me sacó de mi asombro: una mujer en la mesa
contigua repetía, con voz de sonámbula:
—¡Qué clima de locos! ¡Qué clima de locos! ¡Qué clima de locos!
Su frase caía como gotas idénticas sobre un mismo charco.
La miré, pero sus ojos estaban fijos en ningún lado. Fue entonces que el mozo,
pasando junto a mí, murmuró:
—Enseguida le digo, Marisa.
Me quedé helada. No recordaba haberle dicho mi nombre.
¿Cómo sabía lo que pensaba? Me sentí observada, atrapada, y me fui sin mirar
atrás.
En la plaza, el viento tenía voluntad propia. Se
arremolinaba hacia el norte y luego giraba hacia el sur, como una brújula
poseída. El sol avanzaba por el cielo con una prisa nerviosa, como si tuviera
un compromiso ineludible más allá del horizonte.
Fue entonces que lo vi.
Un vagabundo dormía profundamente sobre un banco. Algo me impulsó a acercarme. Parecía
tranquilo, envuelto en una paz ajena al mundo. Pero algo en él no encajaba: con
cada inspiración, el viento corría hacia el norte. Con cada exhalación, se
dirigía al sur. Como si el clima entero siguiera el compás de sus pulmones.
Sus párpados comenzaron a temblar. Movía los ojos bajo
ellos como un niño perdido en sueños profundos. A cada giro de su mirada, el
sol aceleraba. Luego, una sacudida de su cuerpo hizo temblar el suelo bajo mis
pies. Los árboles crujieron, los pájaros huyeron, pero nadie más pareció
notarlo. Nadie cayó. Nadie se detuvo.
Otro movimiento. Otra sacudida.
Entonces lo entendí.
Yo estaba dentro de su sueño.
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