La oveja negra. La rebelde. La que va en otra dirección del rebaño. Desde
pequeña se enfrentó al perro pastor. No quería obedecer. No quería correr
cuando las otras corrían. No quería comer donde se le ordenaba. Quería mirar el
cielo.
Se ganó mordisqueadas, revolcadas en el barro, ladridos
que le helaban el alma… hasta que el perro pastor se cansó y pensó:
—Y sí… es diferente. Es una sola. El humano no dirá nada
si falta. Y si el lobo la encuentra… será su final. Yo quise adiestrarla, pero
no se deja.
Y así, sin saberlo, la oveja negra ganó su primera
batalla. No sin heridas, no sin miedo. Pero la ganó.
Después vinieron las otras. La fila interminable de
ovejas blancas y regordetas que cuchicheaban tras su lana limpia. Ella, feliz
oveja negra, flacucha y despeinada, saltaba por la pradera mientras las demás
comían y comían, apilando gordura y silencio.
Cierta tarde, al borde del bosque, se encontró con el
lobo. Él la vio… y se desvaneció de la risa.
—¡Pobre oveja! ¡Puro hueso! ¡Y encima negra! Pareces un
espantapájaros mal hecho.
Y se rieron juntos. Porque ella sabía que era cierto. Y
no le molestaba.
Desde entonces, el lobo se volvió su compañero de juegos.
Nunca la atacó. Ella lo escuchaba hablar de la luna. Él la escuchaba hablar de
las nubes. Se entendían sin palabras.
Así pasaba sus días ovejunos: saltando por el pasto
mojado, molestando al pasto por placer, inventando formas en las nubes, oliendo
el viento como si llevara secretos. Mientras, las blancas seguían en fila,
repitiendo el mismo camino de siempre.
Y ella… ella era feliz.
Una vez, al caer la tarde, miró el reflejo del cielo en
un charco y murmuró:
—Cómo me gustaría que todos supieran que ser oveja negra…
no es una maldición. Es un regalo.
Y se echó a dormir entre las flores, soñando con praderas
sin rebaños y cielos sin cercos.
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