Recostada plácidamente en el sillón del living, como si mi cuerpo flotara en un estanque tibio, dejaba que el pulgar viajara sin rumbo por una fila interminable de videos en el celular. Las imágenes desfilaban como fuegos fatuos: sonrisas de utilería, cuerpos fabricados, promesas con brillo de plástico. De pronto, algo cruje adentro mío. Salgo de mi trance y miro la hora: dos horas evaporadas en silencio, como humo invisible. No aprendí nada, no me estremecí, no fui más feliz. Solo me dejé arrastrar por un torbellino de luces que no iluminaban nada.
Quedé quieta, en un silencio que dolía como eco.
Pensé que no quería regalar mi vida así, a pantallas que mastican el tiempo.
Reconocí lo que me costaba admitir: estaba aburrida. Y aun así tenía mil
puertas abiertas para habitar algo verdadero.
Me levanté y caminé hasta el comedor. La notebook
esperándome, abierta como un animal dormido. El cursor titilaba en un documento
vacío, parpadeando como un corazón débil, recordándome que también yo había
estado vacía esas dos horas. Me senté. Entonces la mente, como si despertara de
golpe, empezó a desplegar alas. Imaginé mundos, nombres, voces, heridas,
ciudades que no existen y personas que quizá sí. Una de esas historias se me
acercó como quien susurra un secreto al oído, y me invitó a escribir.
No sé cuándo el silencio se volvió música. No sé
cuándo mis dedos empezaron a correr por el teclado como si tuvieran memoria
propia. Había un vértigo dulce, una fiebre, un latido. Las palabras caían como
luciérnagas sobre la noche blanca de la pantalla.
Hasta que el timbre irrumpió como un disparo en
medio de un sueño. Parpadeé. Volví a la sala, al mundo con polvo, calle y
timbre. Miré la hora: habían pasado cuatro horas. Cuatro horas que no se habían
ido, se habían transformado. En ese tiempo viajé, lloré, amé, conocí criaturas
imposibles y verdades que tal vez eran mías. Todo había ocurrido en mi cabeza…
y también en la pantalla.
El celular seguía sobre el sillón, apagado,
quieto. Por primera vez en mucho tiempo, no sentí que el mundo estaba allá
adentro. Lo tenía, entero, acá.

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