Desperté
con un dolor que no cabe en el cuerpo. Un dolor que cruje en los huesos, que se
arrastra por la sangre como veneno espeso. Es mío… y también es el que
provoqué. Volví a caer en el mismo abismo tejido con mis propias manos, en esas
trampas que conozco de memoria pero igual piso, como quien se empuja al vacío
con los ojos abiertos.
¡Qué
tormento indescriptible! ¿Cómo se reconstruye un cristal que hice explotar en
mil fragmentos afilados? No existen palabras que puedan recoger los pedazos. No
hay perdones capaces de suturar lo que astillé. Las frases que dije quedaron
marcadas en su corazón como hierro candente, quemando todo lo que tocaron.
Mis
palabras fueron dagas lanzadas con precisión mortal. Se clavaron hondo,
atravesaron piel, carne, historia, sueños. No se pueden arrancar: ya dejaron
grietas, ya tiñeron de rojo lo que era claro. Estallé como un vitral arrojado
desde una torre, y cada trozo de mi furia cayó sobre la persona que amo. Sin
justificación, sin pausa, sin misericordia.
¿Quién
podrá devolverme un respiro sin espinas? ¿Dónde se esconde la alegría ahora que
todo sabe a ruina? Yo soy mi propio carcelero y mi sentencia. Me impuse un
castigo que no conoce piedad: caminar entre los restos punzantes de lo que
destruí, descalza, con el alma abierta, sabiendo que fui yo quien encendió la
explosión.

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