Ellos se encontraron en
una cabaña cercana a la finca de aquel hombre. Ella era de una hermosura
sublime. Él, portador de gallardía y belleza propia de su genética romana.
Tenían que llevar a cabo su plan. Estaban algo temerosos pues ninguno había
realizado tal acción nunca, en especial él jamás pensó que la vida, el destino
o su gran amor, le exigiría algo similar. Pero ya estaba abocado a la tarea, sólo
era ultimar detalles de la ubicación de aquel hombre en la finca. Ella conocía
todas sus costumbres y se asqueaba de repetírselas una y otra vez. Aquel hombre
estaría leyendo es un sillón de pana verde y respaldo alto, de cara al
ventanal. Solo se trataba de sorprenderlo por detrás y el plan estaría
finalizado.
Él volvía a dudar una vez más,
ella lo colmaba de besos llenos de pasión e inmoralidad. Besos que él sabía que
pertenecían al hombre aquel que nunca le hizo daño y la colmó de cuanto ella
pidiese. Se preguntaba también ¿si el testamento no tuviera a ella como
beneficiaria? ¿cómo podría el satisfacer los caprichos de esa amada mujer? Jamás
podría. Su humilde condición no se lo permitía. Aun así, ella le había
prometido amarlo. Pero su razonamiento de hombre certero le decía que esto no sería
posible. Ella, pronta viuda, joven y bella, buscaría otro hombre que la colmase
de sus gustos y caprichos obscenamente caros. Y los hombres del pueblo la
deseaban y le darían hasta lo imposible por tener esa mujer a su lado. Pero
nadie la conocía bien como él. Ni siquiera aquel hombre, allá en su finca
leyendo plácidamente. Sería un hombre tan culto, colmado de don de gente y
amabilidad. Frecuentaba círculos de alta alcurnia y era muy apreciado por sus
colegas médicos. Había salvado muchas vidas. Como la de su propia madre. Eso le
carcomía la conciencia. Todos estos pensamientos eran una vorágine en su
interior desde donde percibía el frío del metal, el arma elegida por ella para
poner fin a su matrimonio.
Cuando volvió en sí de sus
pensamientos encontró la mirada de ella expectante, quien lo beso ferozmente,
quizás para terminar de convencerlo. Luego lo guio en cómo llegar hasta aquel
hombre dentro de la finca, en qué habitaciones ingresar, donde el estaría, es
decir, todos los pormenores.
Se despidieron.
A él le correspondía la
acción más difícil y despiadada. Ella sólo esperaría.
Él llegó hasta la alameda
que rodeaba la finca. Ingresó sigilosamente. Llegó a la gran casona y siguió el
recorrido marcado por ella, el estaría en su sillón verde de espaldas a la
puerta con vistas al ventanal. Su corazón latía con inimaginable fuerza por el
crimen que iría a cometer. Paso habitación tras habitación, luego las
escaleras, las puertas amplias y luego su estudio. Abrió el portal. El sillón
verde de respaldo alto, el ventanal que ofrecía una vista generosa del parque.
Todo como ella lo había dicho, hasta el detalle del humo de aquel hombre
fumando. El frío metal palpitaba en su mano.
Todo como habría sido
orquestado, con una diferencia. Aquel hombre, entrado en años, de mirada
bondadosa y corazón noble, no se encontraba leyendo de espaldas al portal. Se
encontraba mirándolo fijamente. Ambos se miraron y el recordó esa mirada y su
voz diciendo “tu madre ha sobrevivido”. Se desplomó en la suave alfombra y lanzó
el arma, se inclinó más aún. Solo una palabra musitó… Perdón.
Sandra Brinkworth, 2 de octubre de 2024
Personajes e inspiración tomada del cuento de Julio Cortázar “Continuidad
de los parques”
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