Recostada en la cabecera del alto sillón del living,
percibiendo la suave brisa que se escabulle desde el ventanal, la mañana me ha
encontrado melancólica. Un sueño, una mirada no correspondida, mi reflejo en el
espejo, no lo sé, algo me arrebato esta añoranza.
Observé la bella caja decorada con mis hábiles
manos sobre el estante. La caja del recuerdo… fotos. Abrí minuciosamente la
caja y elegí cuatro fotos al azar. Al sentarme suavemente y mirar esas cuatro
fotos, la melancolía se adentró con dolor.
En la
primera, una adolescente risueña. Grandes ojos esmeralda miraban la lente con ávida
curiosidad de su futuro. El semblante feliz, sin marcas del tiempo, fresco,
aniñado. La observé un lapso recordando aquellos momentos vividos. Luego la
segunda foto, una joven mujer, es sus veinte y algo, mirando con pasión el niño
de dos años que se encontraba entre sus brazos. Éste mostraba felicidad con su
helado en la mano. La joven tenía un dejo de tristeza en la mirada, a pesar del
amor hacia ese niño, se notaba en la finas e imperceptibles arrugas que había
pasado malos momentos. Otra vez mi memoria retomando algunos momentos dolorosos
que creí olvidados. La tercera, un retrato profesional de gran tamaño, mostraba
una mujer muy bella, serena, con pequeñas señales de sus casi cuarenta. Pese a
la edad, su rostro no daba señales del paso del tiempo. Sus ojos y su mirada sí.
Una tristeza profunda, mezclada con remordimiento expresaba su mirada
penetrante, a través de dos luceros esmeralda. El tiempo no pasaba por su
rostro, se encontraba en la mirada. Me pregunté ¿puede la mirada envejecer?
Note que sí. Luego, presurosa observe la cuarta foto. Una mujer, de cincuenta
años según el pastel de cumpleaños, mirándolo fijamente, abrazada a ese niño,
ya adulto, lleno de amor en sus manos y su rostro. Ella, la mirada perdida en
el incipiente fuego de la vela. Su rostro, si bien se mantenía aun joven,
denotaba el paso de los años y de las penas sufridas. Las arrugas no habían
hecho estragos, pero si el peso de una vida con remordimientos, mostraba sus
parpados caídos y la comisura de los labios inclinada levemente hacia abajo. La
mirada, pues era lo más impactante. Perdida en fuego fatuo que aún puede
llamear, dejaba entrever una vida de lucha, dolor y sufrimiento. Aunque también
mostraba un amor incondicional hacia quien era su esmero. Sus manos algo
arrugadas, tomadas fuertemente a ese niño hombre, denotaban que este era su
única misión en la vida.
Solo cuatro
fotos.
Levantó levemente la mirada hacia el ventanal y veo
reflejado el rostro de una anciana, marcada por el paso de los años,
conservando una belleza madura y lo que caracterizo su rostro durante su vida,
sus ojos esmeraldas.
Observé
por un tiempo ese reflejo pensando en que estaba bien. Amigándome con esas
mujeres del pasado, recordando la juventud, pero sin tristeza. Viendo su madurez
con un poco de nostalgia e inquietud por el peso de las acciones pasadas. Pero más
feliz a la espera que llegue con ella ese nieto adorado. El pequeño hijo de ese
hombre niño, su apéndice, su evolución. Esto bastaba para hoy ser feliz.
Esa
mujer soy yo.
Sandra Brinkworth, 9 de octubre de 2024
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