Mi felonía
Acabo de cometer una felonía. A lo
largo de los milenios he leído y escuchado sobre mí, se ha dicho mucho. Lo más
aceptado es lo que está plasmado en las Escrituras. Que mi acto, por ser
tesorero de los Apóstoles del Señor, fue por pura mezquindad. Unos treinta
tetradracmas de Tiro. Pero nadie sabe, hasta este momento, que mi trato fue con
el mismísimo Maligno. El Señor prometía que Él volvería, que tendría vida
eterna, sería inmortal. Yo deseaba eso. Despreciaba la idea de un cuerpo añejo,
con enfermedades, cercano a la muerte. Ese fue mi trato. Lo logré entregando a Jesús
de Nazaret, todo lo demás es historia conocida. Comienzo de la era Cristiana.
También se mencionó en las Escrituras
dos teorías de mi supuesta muerte. Cuando tuve oportunidad de leerlas sentí
ironía. Era la forma en que el Omnipotente supuso que sería un castigo ejemplar
para mí.
Tampoco puedo decir que no he vivido
bajo la mezquindad, eso me ha servido de manutención en los siglos que lleva mi
inmortalidad. En ella hay dos aspectos, el material y el espiritual. En el
material puedo decir que he planeado bien mi sustento. Los primeros años me
refugié en un pueblo muy lejano como pescador, que es mi oficio, atesorando las
treinta monedas. Cuando las personas comenzaron a notar mi falta de
envejecimiento recolectaba lo que sabía que con los años tendría valor y me movía
a otro destino, dejando amores y amistades. Allí se mezcla un poco la parte
espiritual. Siempre fui muy poco apegado, muy cínico y osco. Cosechaba amistades
y amantes, incluso hijos, y no me costaba dejarlos atrás sin ninguna
explicación.
He visto crecer países, conquistas, en
esos tiempos he sido guerrero, obtuve mucho dinero de ello, pues llegaba
victorioso en las batallas. Todo lo iba acumulando. Mis ingresos provienen de
un anticuario con reliquias exquisitas que he ido coleccionando a lo largo de
los años. Con ello hoy soy propietario de una gran fortuna. Durante años me han sobrado
mujeres y amistades, hasta que tenía que partir a otra ciudad, para que no
sospecharan de lo obvio.
También recuerdo haber oído hablar de
un nuevo continente. Lleno de oro y riquezas. Aunque mi avaricia era grande,
estaba cómodo en Alemania y no quise moverme de allí.
Cabe destacar la cultura con la que
estoy posicionado y las lenguas que manejo. Siempre he sido centro de las
reuniones más elegantes. Se me ha tratado como un Sr., en ocasiones como un
Sir. Yo despreciaba a la gente vulgar. Olvidando mis orígenes de pescador. Con
respecto a los idiomas, he preferido en los últimos 50 años conservar mi lengua
natal, el hebreo.
Todo lo que cuento en esta misiva
llegó a su final. Como habrán leído, me posicioné sobre la humanidad mortal con
superioridad. Pero esto llegó a su fin. A continuación relataré los hechos.
Eran las 10:00 horas del Yom Hashoá – de 1929 –
cuando en mi ciudad comenzaron a sonar sirenas y todo se colapsó.
Ese fue
el fin de lo que consideraba mi vida, aunque seguiría viviendo. Entre el pánico
y la confusión, me encontré desnudo con otros hombres, algunos colegas
comerciantes o profesionales, frente a soldados de Hitler que nos gritaban,
castigaban y mojaban en el frio invierno, con mangueras con agua helada. Estaba
en Auschwitz.
Mi mente que se había mantenido
sosegada decena de años, disfrutando la inmortalidad, comenzó a sentir una
inquietud como nunca antes. Mi mente, siempre templada y arbitraria, comenzó a
jugarme una mala pasada. Me preguntaba si será que quizás mi cuerpo era inmortal
pero mi mente, ¿alma? había empezado a sucumbir y a sentir. No sentía pena por
los demás, en iguales condiciones que yo. Sentía pena por mí. Y por primera vez
sentía que no tenía salida. La guerra
apenas había empezado y no sabía cuándo finalizaría. En síntesis, mi calvario
era indeterminado.
Las penurias que fui pasando por
semanas y meses eran eternas, y aun me mantenía sano, pero mi cuerpo lentamente
se deterioraba, aunque no iba a sucumbir nunca. Comencé a pensar en el
suicidio. Muchos de los que estábamos en el campo lo hacíamos. Algunos lo
llevaron a cabo.
Yo sabía
que no moriría. Pero mi mente estaba enloqueciendo. Cerraba los ojos y veía al
demonio recordándome el trato. Despertaba con sollozos. ¿Cómo explicarlo a los
demás?
Un atardecer gris y frio, cuando
volvíamos de cavar unos túneles de minería, dije: basta! Tomé coraje y me
lancé, trepé al muro y me tomé con fuerza a las cercas electrificadas. Sentí la
corriente recorrer mi cuerpo. Caí.
Abrí los ojos, un oficial nazi me
miraba azorado. Él no entendía como había sobrevivido a ciento cincuenta
voltios en mi cuerpo, debería estar humeando y muerto. Pero no. Yo solo imaginaba
el castigo que me esperaría.
Y efectivamente, fui duramente
castigado. Mi cuerpo se lastimaba, pero una noche en las literas lo sanaban.
Para admiración de los soldados nazis, al día siguiente estaba presto para
seguir trabajando. Notaba como todos susurraban sobre mí. A ellos les era muy
útil aunque envidiaban mi fortaleza. A mis colegas judíos les despertaba
envidia, admiración, me pedían consejo. Yo los despreciaba. Veía sus cuerpos
sucumbir. Pero sus almas no. Comenzaba a preguntarme que era eso del alma. Si
es que existía, en mí estaba sucumbiendo, eso deseaba acabar con mi existencia.
Al final Jesús de Nazaret tendría razón. Sería esa la vida eterna. La del alma.
Yo la quería exterminar. Estaba cansado. Ya había vivido en esta tierra lo
suficiente, y ahora encerrado en este campo de concentración, entre tanta
miseria. Y mi cuerpo que resurgía.
El
Omnipotente sabía que ese, al fin, sería el castigo ejemplar para mí.
Sandra Brinkworth 1
de junio de 2024
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