Silencios compartidos
Ella,
ojos dulces,
sonrisa enorme,
cabello largo, arrebatado...
sí,
ella me eligió.
Entre todas,
me eligió a mí.
Confió en algo
que ni yo veía.
Quizás en el ángel
que yo jamás encontré,
el que con los años
expulsé sin duelo.
Así, eligiéndome,
comenzamos
una amistad que fue
hogar,
hermandad,
rezo y carcajada.
Nos vaciamos el
alma
de palabras
y de silencios.
Porque yo le
decía
que los silencios hablaban.
Y juntas
nos quedábamos a escucharlos.
—¿Qué piensas?
ella decía.
Y entonces, el
silencio roto,
dejaba escapar palabras
desde lo más hondo,
sin vergüenza,
sin medida.
Éramos hermanas
en ese amor sin nombre
que une más que la sangre.
Ella,
amante de Dios.
Yo,
adolescente y desobediente.
Ella se fue
lejos,
a buscar su vocación de monja.
Yo me enojé con Dios,
y me quedé sola.
La tenía solo a
ella.
Y al año
siguiente,
su pupitre vacío
y mis ojos
llenos de lágrimas.
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