Para Elsa
Mi juventud,
insegura y ciega,
vendó mis ojos
con vendas de miedo.
No pude ver
entonces
en esa mujer de brazos largos
cuánto amor
me ofrecía sin medida.
Ella,
la abuela de regazo acolchado
y caricias que olían a vainilla,
solo quería guiarme
en ese bosque denso
que es la maternidad.
Pero yo huí,
como corren las aves asustadas
cuando confunden sombra con amenaza.
Pensé que
quería
quitarme mi lugar.
¡Qué necia fui!
Hice sangrar su
ternura
y la herida
fue una espina
entre sus manos y las mías.
Años más tarde,
la vida —caprichosa jardinera—
hizo brotar entre nosotras
una rosa blanca.
Una flor donde
hubo espinas.
Una flor de paz.
Una flor de comprensión.
Hoy,
desde este umbral llamado madurez,
la comprendo.
La veo clara.
Nunca quiso competir.
Solo quiso abrazar.
Hoy sé que
siempre la necesité.
Y aunque tarde,
te digo gracias,
Elsa.
Gracias por tu
amor sin condiciones,
por tu paciencia no reconocida,
por esa ternura
que, aún herida,
nunca dejó de esperarme.
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