A Marcela Brinkworth
Sus cabellos
rubios rodeaban, o quizás acariciaban,
su rostro de nieve pálida y serena,
mientras sus ojos, inmensos y cubiertos de pestañas largas,
miraban siempre inquietos, como buscando una puerta abierta.
Su cuerpo, de
presencia firme,
guardaba en su andar la urgencia de un ir y venir sin pausa,
como si la quietud le resultara ajena.
Debajo de esa estructura de mujer empoderada, enigmática
vivía una niña,
una niña herida que no encontraba cómo soltar su dolor.
Nunca la vi
llorar,
pero sus manos, sus ojos, su cuerpo entero,
lloraban en secreto,
por cada traición, por cada golpe invisible
que le dio el mundo aprovechándose de su bondad.
Quizás no soñó
este presente.
Quizás su deseo era otro.
Pero la vida, terca e inoportuna,
le ofreció otro camino,
y ella, sin oponer resistencia,
construyó su nido y vivió por sus hijos,
transformando su felicidad en la de ellos.
Tal vez un
mandato heredado la guió,
uno que no cuestionó porque amaba demasiado.
Renunciar no fue una opción,
su entrega fue total.
Amiga noble,
capaz de sostener puentes a pesar de la distancia.
Cultivó amistades que aún florecen.
Pero dentro de su hogar,
rodeada de amor pequeño e infinito,
habita una soledad que no se nombra.
Una sociedad
ciega, sorda, torpe,
no supo ver su grandeza.
La relegó a las paredes del deber,
sin sospechar su inteligencia, su potencial, su fuego interno.
Ella, la que
puede con todo,
la que ha resurgido de cada herida más fuerte.
Me niego, hermana,
a pensar que tu destino es la resignación.
¿Y yo?
Yo, pequeño ser al lado de tu inmensidad,
solo puedo escucharte.
Ofrecerte el abrigo de mis oídos y mi alma,
para que sepas que siempre,
cuando lo necesites,
estaré.
Nunca conocí
tanta entrega, tanta luz contenida.
Nunca vi a alguien dejar su vida
para habitar otra que no soñó,
y hacerlo con tanta dignidad.
Quiero creer
que hay un mundo paralelo,
y en él estás vos,
con tu corona de girasoles,
cumpliendo tus fantasías,
siendo la mujer plena que siempre fuiste,
aunque este mundo aún no lo haya entendido.
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