A Fredy Brinkworth 💓
Tres palabras.
Solo eso le bastaba
para decirlo todo.
Y en ese todo
le cabía el alma,
le desbordaba por los ojos,
por las manos,
por gestos medidos
que decían sin decir.
Él era así:
impasible por fuera,
pero vivo,
profundamente vivo por dentro.
Sus pasos eran
cansinos,
sus manos serenas,
su rostro afable,
y sus ojos...
ay, sus ojos,
que hablaban de la inmensidad de su alma,
de su paz casi intacta,
de sus actos sin estrépito,
de su presencia medida.
Heredó la
sobriedad de su padre,
nieto de ingleses,
hombre de palabra justa y gesto elegante.
De él aprendió
a hablar solo cuando las palabras
eran necesarias,
cuando el silencio no bastaba.
Se fue pronto
del puerto seguro,
ese hogar compartido con hermanas
y padres atentos.
Salió a construir su mundo,
a su manera,
sin gritarlo,
sin pedirlo,
con pasos que sabían a certeza.
Eligió a su
compañera,
distinta,
complementaria,
y juntos armaron
el nido de los días.
Y entonces
llegó
el amor más hondo:
el que solo se siente por un hijo.
Ahí, su mirada cambió.
Su forma de estar,
de amar,
de sostener.
Pero la vida es
sagaz,
y su pichón voló pronto.
Y desde entonces,
sus ojos adquirieron una nostalgia callada,
una tristeza que no se decía
pero habitaba en su fondo.
Fue encontrando
nuevos rumbos.
La fotografía lo eligió
y él supo ver,
como pocos,
lo que otros no miraban.
Sus ojos, esos mismos,
plasmaron en imágenes
la belleza del instante,
la poesía del mundo.
Flemático, sí.
Pero tierno cuando hacía falta.
Afectuoso con quien sabía leerlo,
inmenso con quien sabía esperar.
Hoy, esta tarde
de fin de año,
lo recuerdo.
Lo escribo.
Y en estas palabras
vuelve a mí
como siempre estuvo:
cerca,
silencioso,
firme,
seguro.
Porque a los
que amamos
los llevamos dentro,
en un rincón tibio
del que nunca se irán.
Y por eso, hermano,
venero tu nombre.
Porque decir “hermano”
es invocarte,
es tocar el borde de tu sombra,
y sentir que en este corazón agitado
vos todavía latís.
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