DESPUÉS DE LA LUZ
El día fue agitado. Presentación, saludos, risas fingidas
y otras verdaderas. El murmullo constante, los flashes, las manos que firmaban
sin saber del todo a quién. Volví a casa cargando ese brillo momentáneo que
pronto se apaga.
Apenas abrí la puerta, me golpeó un silencio espeso, como
un abrigo húmedo que no abriga. Corrí a poner música. Un poco de alivio. Me
senté. El libro estaba sobre la mesa. Mi libro.
Lo tomé entre las manos como si fuera un amante al que se
vuelve después de una ausencia larga. Lo acaricié. Allí estaba mi nombre, el
contenido, las páginas que escribí como quien sangra. Toda mi vida en tinta.
Pero… ¿puede una vida resumirse en palabras? Tal vez, apenas, rozarse. Apenas
dejar un atisbo.
Y en ese momento, cuando todo debería ser júbilo, sentí
una extraña punzada. Un desasosiego sutil, pero profundo. Las luces del comedor
parecían cuchillas que me herían los ojos. El viento que entraba por la ventana
me arañaba el alma. No
entendía. No entendía por qué no bastaba.
Yo quería esto. Lo soñé. Pero ahora me doy cuenta de que
no quería publicar. Quería que me leyeran. Que alguien, al cerrar el libro,
sintiera que caminó conmigo por mi vida. Que alguien llorara donde yo lloré. Se
riera donde yo intenté sanar. Que alguien dijera: “yo también”.
Pero… ¿cuántos de esos libros que firmé terminarán
olvidados en una repisa? ¿Trofeos mudos, sin lectura, sin alma? ¿Souvenirs de
un evento?
Entonces lo supe. No me alcanzan las fotos, ni los
aplausos. No me alcanza el libro impreso si no llega al corazón de nadie. Yo
solo quería que alguien lo leyera como si fuera un amigo a mi lado, y me
preguntara, con verdadera ternura: “¿Esto te pasó a vos?”
Y ahora estoy aquí. En el mismo departamento. Con el
mismo libro. Y una soledad más pesada que antes. Porque el deseo cumplido,
cuando no colma, es más vacío que el deseo no alcanzado.
Sandra Brinkworth 1 de junio de
2025
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