El sol, pincel dorado al alba,
pintaba la habitación de prodigios.
Leía un cuento en voces suaves,
cada frase, dulce conquista al corazón.
Al cerrar el libro, estalló la luz:
una cortina encandiladora
que me empapó de belleza,
flor abriéndose al amanecer.
Corrí a su lado, ansiosa, con el ejemplar,
pero él, ceño fruncido, lo tomó a regañadientes.
Leyó las palabras sin arder,
dejando intacto el carbón de su alma.
—No entiendo —dijo en penumbra.
Y yo, estancada en mi asombro,
hallé un túnel de sombra
mientras mi luz se derramaba sola.
No entendía cómo ignorar lo bello,
cómo resistirse a la llama de un verso.
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