En este día caluroso de diciembre, la tristeza me invade. Como un hornero que construye su nido, ella ha hecho nido en mí. ¿Acaso ve en mi vasto corazón un lugar que necesita ser anidado? ¿Hay, acaso, un grito callado que pide auxilio a la tristeza? No hallo respuestas a estas preguntas, solo siento esa molesta emoción que acaeció en mi ser, asediando cual un león a su presa. No encuentro manera de extirparlo de mí. Quizás deba aceptarlo e invitarlo a afincarse en mí, sin otro propósito que perturbarme. Quizás deba dejarlo en mí sin inmutarme, sin cuestionarlo. ¿Es que acaso pueden irrumpir en mí ser emociones a las que yo deba dejarlas pasar, cual anfitrión resignado?
Intento
buscar algo o alguien que logre desembarazarme de la tristeza, porque me niego
a que esté en mí. Intuyo que eso que intento no es lo correcto, no es lo
seguro.
Tendré,
en esta tarde calurosa de verano, que invitarla a quedarse, tendré que
agasajarla. Tendré que preguntarle qué desea enseñarme. ¿Qué hay en mí para que
ella se halla instalado cual soberana inescrutable? Quizás deba ocupar ese
lugar que ella invadió, con amor. Con el amor más puro y necesario. Con amor
hacia mi ser. Abrazar toda mi humanidad y aceptarla como a hijo pródigo.
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