Ese día llegaron mis quince años, y con ellos, la espera sagrada: el collar de ojo de tigre, legado de mujeres antiguas. Sutil, dorado, parecía latir. Mi abuela lo colocó sobre mi cuello y, al instante, un alarido de voces invisibles estalló en mi mente. La espalda se me quebró bajo un peso que no era físico, y al alzar la mirada, vi su sonrisa —no dulce, no tierna— sino oscura, como una grieta en el tiempo. Ese día comenzó el desconcierto. Nada tenía sentido. Y yo… yo me volvía cada vez más delgada, más transparente. Más presa del hechizo.
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