Hey, tú.
Despojo tendido sobre mi cama,
¿hasta cuándo vas a fingir estar dormida?
Ven aquí,
frente al espejo —ese oráculo de carne y cristal—
miremosnos a los ojos,
los tuyos, que aún lloran con sal vieja.
Tengo algo que decirte
y esta vez, no pienso callar.
Siento rencor.
Siento un incendio que no quema pero arde.
Una epifanía ha brotado como luz
en esta noche sin luna,
y me urge hablarte.
Quisiera terminar contigo,
arrancarte como maleza del pecho,
pero no.
Sería repetir la misma piedra,
el mismo filo.
Así que hablo.
No sé si te escucharé,
no sé si mereces que te escuchen
con todas esas cicatrices
que llevás escritas en los brazos
como cartas que nadie quiso leer.
Yo no pedí estas marcas.
Fueron tus dedos —llenos de rabia y miedo—
los que dibujaron en mi piel
el mapa de lo que no supiste nombrar.
¿Con quién estabas enojada?
¿Conmigo?
Yo solo intenté ser buena.
Y vos…
vos me arrastraste al abismo
con tus elecciones desesperadas,
con tu hambre de amor servido en platos rotos,
con tus vacíos llenos de gente equivocada.
Me prometiste alas
y me dejaste caer.
No llores.
No ahora.
No después de tanto.
Hoy tengo otras manos,
otras herramientas,
y ya no quiero levantar ruinas:
quiero construir casa.
Un templo donde no entre cualquiera
a profanar los restos de mi fe.
Yo sé que vos te quedás rumiando
con esa niña triste,
la del rincón oscuro,
la que dibuja con crayones de sombra
porque el sol le daba miedo.
Yo…
yo ya no tengo tiempo para eso.
El daño está hecho
y la herida no necesita explicación,
sino un puente.
Así que hoy te miro,
te reconozco,
y aunque no entienda tu historia entera
—porque está escrita en un idioma de silencios—
te perdono.
No sabías.
No podías.
Descansá.
Yo sigo.
Yo tengo la brújula
y esta vez,
voy a llevarnos a casa.
Nos esperan días de presente eterno.
Yo camino,
y vos,
al fin,
podés dormir.
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