lunes, 9 de junio de 2025

UN REINO SIN LÁGRIMAS

 


El viento soplaba suave sobre las montañas aún nevadas que flanqueaban el valle como ancianos guardianes. En medio de la planicie, los cipreses y álamos danzaban con indiferencia, acunados por el aire helado. En el centro del valle, erguida como una centinela del tiempo, se alzaba la fortaleza. Altas murallas la circundaban, con torres donde los ojos atentos de los vigilantes parecían custodiar un mundo ajeno al dolor. A lo lejos, casi como un eco de otro tiempo, se oía el rumor del metal golpeando metal. La guerra parecía lejana, pero nunca dormida.

Dentro de la fortaleza había un castillo, sobrio y solemne, rodeado de cabañas de ladrillo con techos de paja que se curvaban como espaldas cansadas. El pueblo vivía sin sobresaltos, abasteciéndose gracias a la orfebrería que los artesanos realizaban con el oro que el rey les entregaba. Cambiaban esas joyas por alimentos, en un trueque silencioso y repetido.

Los pobladores eran sencillos, de palabras suaves y sonrisas francas, como si el paisaje se hubiera disuelto en su forma de ser. Parecían hechos de bruma y tierra fértil. En una de esas cabañas vivían Nyan, su esposa Yaiden y su hijo Jaid. Una familia aparentemente feliz, aunque cada mirada guardaba un océano.

Nyan forjaba el oro; Yaiden tejía el hogar y el lenguaje para su hijo. Jaid, de apenas ocho años, era curioso, luminoso, inquieto como una chispa en medio del musgo. Siempre le llamaba la atención la dimensión del castillo; para él, era como una montaña encantada. Un día, junto a su amigo más fiel, decidió explorar sus secretos por los túneles oscuros que solo los pequeños podían atravesar.

Mientras se arrastraban por alcantarillas y cámaras húmedas, sus padres —aunque preocupados— mantenían la entereza. Al anochecer, la voz firme de Yaiden solo decía: “El niño no ha vuelto”. Y con los rostros imperturbables de quienes aprendieron a resistir sin quejarse, cerraban las puertas y servían la cena.

Los niños emergieron en el gran hall del castillo. Los ojos de Jaid se abrieron como soles ante la grandeza del lugar. Y justo entonces, el rey apareció.

—¿Cómo llegaron aquí? —preguntó, con una sonrisa que olía a engaño.

—Escabulléndonos —respondió Jaid.

El rey los miró como un león contempla a dos crías descarriadas. Un hombre cínico, endurecido por el tiempo y la arrogancia. Jamás conoció el sufrimiento. Siempre tenía a su alquimista listo con una pócima que le devolvía una dicha artificial, como una niebla que ocultaba todo dolor. Quien no podía esconder su pena, era eliminado. El rey exigía felicidad fingida; su reino no permitía lágrimas.

En lugar de ejecutar a los niños, como hubiese sido esperable, ideó una prueba. Mandó soldados a verificar si los padres de los niños sufrían. La familia del otro niño cayó en llanto… y con ellos, su fin. Pero en casa de Jaid, Yaiden abrió la puerta con una sonrisa tranquila. “¿Qué necesitan los soldados del rey?”, dijo. Los guardias se retiraron satisfechos. El juego estaba en marcha.

El rey ordenó colgar a los niños boca abajo. Se les daba agua, alimento y un baño diario, pero ni una palabra de consuelo. El otro niño pronto lloró. Fue bajado. Y el rey no perdonaba a los que lloraban.

Jaid, en cambio, permanecía sereno. Sabía que el sufrimiento era parte de la vida. En su pequeño corazón entendía lo que muchos adultos ignoraban: que el dolor no debía ocultarse, que forma parte del tejido de la existencia. Reflexionaba, colgado del techo, como un sabio atrapado entre nubes de dolor y pensamiento.

Pasadas semanas, el niño pidió hablar con el rey.

—Majestad, propongo que se una a mí en este castigo. Le llevo cuatro semanas de ventaja, pero veamos quién resiste más.

Herido en su orgullo, el rey aceptó. Subido al tormento, sin su pócima, comenzó a flaquear. El niño, con voz tranquila, le explicó:

—No me quejo porque temo morir. No porque no sienta.

Y al fin, el rey musitó:

—Siento dolor.

—Yo también, majestad —respondió Jaid.

Fue el primer hilo que tejieron juntos. El rey se dio cuenta de que compartir el dolor no lo hacía débil, sino humano. Recordó su infancia sin caricias, sus lágrimas tragadas en silencio. Por primera vez, alguien lo miraba sin temor, sin exigencias, y lo comprendía.

Ordenó liberarlos.

Admiró la sabiduría de aquel niño y pidió, con permiso de los padres, que se quedara en el castillo. Sería su aprendiz. No tenía hijos varones, y ahora sí, tenía esperanza.

Desde entonces, el reino cambió. Se construyó una tienda de sanación. Las lágrimas dejaron de ser delito. El dolor ya no se escondía bajo alfombras de oro. Se hablaba de él, se compartía. Y en ese acto simple y poderoso, la fortaleza se volvió más fuerte que nunca.

El sufrimiento, lejos de ser vergüenza, se convirtió en puente. En humanidad.


No hay comentarios:

Publicar un comentario