El viento soplaba suave sobre las montañas aún nevadas
que flanqueaban el valle como ancianos guardianes. En medio de la planicie, los
cipreses y álamos danzaban con indiferencia, acunados por el aire helado. En el
centro del valle, erguida como una centinela del tiempo, se alzaba la
fortaleza. Altas murallas la circundaban, con torres donde los ojos atentos de
los vigilantes parecían custodiar un mundo ajeno al dolor. A lo lejos, casi
como un eco de otro tiempo, se oía el rumor del metal golpeando metal. La
guerra parecía lejana, pero nunca dormida.
Dentro de la fortaleza había un castillo, sobrio y solemne, rodeado de
cabañas de ladrillo con techos de paja que se curvaban como espaldas cansadas.
El pueblo vivía sin sobresaltos, abasteciéndose gracias a la orfebrería que los
artesanos realizaban con el oro que el rey les entregaba. Cambiaban esas joyas
por alimentos, en un trueque silencioso y repetido.
Los pobladores eran sencillos, de palabras suaves y sonrisas francas, como
si el paisaje se hubiera disuelto en su forma de ser. Parecían hechos de bruma
y tierra fértil. En una de esas cabañas vivían Nyan, su esposa Yaiden y su hijo
Jaid. Una familia aparentemente feliz, aunque cada mirada guardaba un océano.
Nyan forjaba el oro; Yaiden tejía el hogar y el lenguaje para su hijo.
Jaid, de apenas ocho años, era curioso, luminoso, inquieto como una chispa en
medio del musgo. Siempre le llamaba la atención la dimensión del castillo; para
él, era como una montaña encantada. Un día, junto a su amigo más fiel, decidió
explorar sus secretos por los túneles oscuros que solo los pequeños podían
atravesar.
Mientras se arrastraban por alcantarillas y cámaras húmedas, sus padres
—aunque preocupados— mantenían la entereza. Al anochecer, la voz firme de
Yaiden solo decía: “El niño no ha vuelto”. Y con los rostros imperturbables de
quienes aprendieron a resistir sin quejarse, cerraban las puertas y servían la
cena.
Los niños emergieron en el gran hall del castillo. Los ojos de Jaid se
abrieron como soles ante la grandeza del lugar. Y justo entonces, el rey
apareció.
—¿Cómo llegaron aquí? —preguntó, con una sonrisa que olía a engaño.
—Escabulléndonos —respondió Jaid.
El rey los miró como un león contempla a dos crías descarriadas. Un hombre
cínico, endurecido por el tiempo y la arrogancia. Jamás conoció el sufrimiento.
Siempre tenía a su alquimista listo con una pócima que le devolvía una dicha
artificial, como una niebla que ocultaba todo dolor. Quien no podía esconder su
pena, era eliminado. El rey exigía felicidad fingida; su reino no permitía
lágrimas.
En lugar de ejecutar a los niños, como hubiese sido esperable, ideó una
prueba. Mandó soldados a verificar si los padres de los niños sufrían. La
familia del otro niño cayó en llanto… y con ellos, su fin. Pero en casa de Jaid,
Yaiden abrió la puerta con una sonrisa tranquila. “¿Qué necesitan los soldados
del rey?”, dijo. Los guardias se retiraron satisfechos. El juego estaba en
marcha.
El rey ordenó colgar a los niños boca abajo. Se les daba agua, alimento y
un baño diario, pero ni una palabra de consuelo. El otro niño pronto lloró. Fue
bajado. Y el rey no perdonaba a los que lloraban.
Jaid, en cambio, permanecía sereno. Sabía que el sufrimiento era parte de
la vida. En su pequeño corazón entendía lo que muchos adultos ignoraban: que el
dolor no debía ocultarse, que forma parte del tejido de la existencia.
Reflexionaba, colgado del techo, como un sabio atrapado entre nubes de dolor y
pensamiento.
Pasadas semanas, el niño pidió hablar con el rey.
—Majestad, propongo que se una a mí en este castigo. Le llevo cuatro
semanas de ventaja, pero veamos quién resiste más.
Herido en su orgullo, el rey aceptó. Subido al tormento, sin su pócima,
comenzó a flaquear. El niño, con voz tranquila, le explicó:
—No me quejo porque temo morir. No porque no sienta.
Y al fin, el rey musitó:
—Siento dolor.
—Yo también, majestad —respondió Jaid.
Fue el primer hilo que tejieron juntos. El rey se dio cuenta de que
compartir el dolor no lo hacía débil, sino humano. Recordó su infancia sin
caricias, sus lágrimas tragadas en silencio. Por primera vez, alguien lo miraba
sin temor, sin exigencias, y lo comprendía.
Ordenó liberarlos.
Admiró la sabiduría de aquel niño y pidió, con permiso de los padres, que
se quedara en el castillo. Sería su aprendiz. No tenía hijos varones, y ahora
sí, tenía esperanza.
Desde entonces, el reino cambió. Se construyó una tienda de sanación. Las
lágrimas dejaron de ser delito. El dolor ya no se escondía bajo alfombras de
oro. Se hablaba de él, se compartía. Y en ese acto simple y poderoso, la
fortaleza se volvió más fuerte que nunca.
El sufrimiento, lejos de ser vergüenza, se convirtió en puente. En
humanidad.
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