Cuando lo vi, sus inmensos ojos celestes me deslumbraron. Lo observaba, característica fundamental de mi manera de ser, presentía un hombre íntegro, amante de sus hijos, dolido por el pronto fallecimiento de su esposa. Podía notar un dejo de nostalgia, pero a su vez sus gestos eran dinámicos, su hablar un torbellino de palabras amontonadas, podía pensar que era un hombre falto de paz y de sosiego. Ese fue nuestro primer encuentro.
Al día siguiente me invitó a pasear en
su moto, él no podía esperar al día siguiente. Era ese día, me necesitaba. La
tercera jornada viajamos por dos días. Nuestra relación comenzó así, una
vorágine, persistencia en hablarme y verme. Como si fuese indispensable en su
vida. Comenzamos a compartirlo todo. El avasallaba mi vida, pero eso me hacía
sentir bien, quizás por mi baja autoestima. Necesitaba de alguien que me
necesite de manera apremiante, como él lo hacía.
A medida que lo conocía comenzaba a
admirarlo por su inteligencia y su conocimiento de tantos temas ignorados por mí.
Yo, ávida de aprender, me dejaba llevar por sus pensamientos, enseñanzas y
opiniones. En sus ojos veía el brillo de mil estrellas, un destello de sabiduría
que iluminaba mi mundo. Era un faro en la tempestad, guiando con palabras que
acariciaban mi alma, suaves como el murmullo del viento. Su mente, un vasto
océano de conocimiento. En sus aguas profundas encontraba respuestas a
preguntas que ni siquiera sabía que tenía. Su inteligencia era como un océano
profundo y misterioso, siempre descubriendo nuevas profundidades con cada
conversación que teníamos. Era culto, hablábamos durante horas, y cada charla
era como un viaje a través de paisajes desconocidos, llenos de sorpresas y
maravillas. A pesar de su sabiduría, había una calidez en él que me hacía
sentir segura. Su bondad era como el sol que calentaba la tierra después de una
larga noche fría. Siempre estaba dispuesto a ayudar, a escuchar, y a ofrecer
consuelo cuando más lo necesitaba. Era un refugio en medio del caos, un faro
que me guiaba hacia la tranquilidad. A veces lo veía luchar contra sus propios
miedos con una valentía silenciosa que solo me hacía admirarlo más. Era
consciente de sus imperfecciones, pero nunca dejaba que lo dominaran. Su lucha
interna solo lo hacía más humano, más real.
Cabe aclarar que no soy una mujer sin
experiencia. He tenido a lo largo de mi vida muchos hombres a los que creí
amar. Pero duraba un lapso de tiempo y me hastiaba. Con él era diferente. Lo
amaba y lo necesitaba. Lo pensaba como un hombre totalmente sincero y que logró
encontrar en mí, y yo en él, la confidente y amante ideal.
Cierta ocasión, en una discusión, en
la que yo no hablaba casi pues el pisaba mis palabras, me dijo algo que hizo
sonar una alarma en mí. Se incorporó del sillón y musitó:
-
Vos no me conocés, no
sabés lo que soy capaz de hacer.
No
entendí. Creí que después de cuatro años en verdad nos conocíamos íntimamente.
No supe a que se refería y quede muda, sin siquiera poder preguntar.
Mis sentimientos por él, a pesar de
sus exabruptos, eran de amor puro. Seguía amándolo como el primer día. Seguía mi
admiración por él, mi necesidad de sus besos y caricias. El me demostraba que
mis sentimientos eran correspondidos. Siempre clamaba que me amaba como no amó
a nadie, que no podía pasar un día sin mí. Estábamos, creí, realmente felices.
Hubo otras ocasiones que encendieron más
alarmas en mí. Sus terribles celos, su persecución, la manía de pedirme el
móvil para ver mis rutas. Eran celos excesivos. No le daba motivo. Siempre
estaba con él o en mi casa. Trataba de calmarlo pero él decía que no confiaba
en mí, que mentía. No entendía eso. No le mentí nunca. Siempre fui una mujer
transparente que no supo mentir jamás. Pero el insistía.
Empecé a sacarme el velo de los ojos y
el corazón y a observarlo objetivamente. Pensaba mucho en sus celos y
desconfianza. Un día por casualidad, leí un artículo de psicología que trataba
sobre la ley del espejo. ¿No sería entonces que lo que el sospechaba de mí, en
realidad, era su imagen? Comencé a desconfiar de su fidelidad. Fueron momentos
tortuosos, si hay algo que detesto es perseguir a un hombre por celos. Tomé la
decisión de observarlo, nada me demostraba que él me mintiera.
Cierta tarde de sábado, yo iría a su
casa y me quedaría con él, como tantas veces. Pero esta vez me dijo que no se
sentía bien, que no tenía ganas de nada, consultaría con un psiquiatra pues
creía estar en una etapa depresiva. Lo alenté a que lo hiciera, hablamos de la
falta de serotonina en el cerebro y las consecuencias de ello. Se persuadió de
consultar a un especialista. Luego me dijo que me amaba y se fue a su casa.
Algo en mí, no sé qué, me decía “no confíes”… me negaba rotundamente a ese
pensamiento, pero él volvía y se justificaba. Estaba sumamente inquieta, sentía
inseguridad, dudas, miedo. Me sentía realmente mal, mi mente no cesaba de
parlotear, pensamientos en bucle que me lastimaban. Decidí obedecer a ese
sentimiento. Lo llamé, no me contestó. Me convencí de ir a su casa, sin avisar,
cosa que nunca hice. Cuando iba de camino me devuelve el llamado diciéndome que
estaba cargando combustible, que cuando llegara a su casa me haría una video
llamada. Estaba atenta, al atenderlo, a los sonidos de fondo. No estaba en un
lugar concurrido, parecía estar en un cuarto. Llegué a su casa y su coche no
estaba… ¿estaría cargando combustible? Lo esperé en la vereda de enfrente, en
un lugar oscuro. Me sentía ridícula, asustada, con temor, temía descubrir algo
que no quería. Mis pensamientos se debatían, estaba muy ansiosa, triste de
estar en esa situación de espionaje. Pero ya estaba jugada. Solo tenía que
esperar. Se demoró cerca de cuarenta y cinco minutos, eternos para mí. Llego en
su auto… con una mujer. Se bajó e ingreso a su casa, dejando la mujer en el
auto. Me acerqué al portal e hice sonar el portero eléctrico, mi celular sonaba
con su video llamada. Pasaron unos instantes eternos y abrió la puerta. Quedó
pasmado. En ese momento conocí al verdadero, al mentiroso, al infiel. Sentí
dolor, como una flecha clavada en mi corazón. El mundo que conocía se desmorona
en un instante, como un espejo roto que refleja miles de fragmentos de lo que
alguna vez fue nuestra vida. Cuando descubrí la infidelidad, el primer
sentimiento que me invadió fue una frialdad que se extiende desde el pecho
hasta las extremidades, un frío que no viene del aire, sino del vacío que de
repente se abre en mi corazón. Mis pensamientos se desordenaban como hojas
arrastradas por un viento furioso, cada una llevando consigo una memoria de los
momentos felices que habíamos compartido. Esos recuerdos, que antes me llenaban
de calidez, ahora se volvían afilados y dolorosos, como espinas que se clavan
en mi alma. El amor que una vez me hacía sentir tan segura y completa ahora se
convertía en una sombra oscura, recordándome la herida abierta en mi pecho. Un
dolor sordo, profundo, que late con cada pensamiento, con cada recuerdo, con
cada pregunta sin respuesta. Un torbellino de emociones: tristeza, rabia,
confusión, y una sensación de pérdida tan grande que parece imposible de soportar.
Tantas fueron las emociones que me asaltaron que no pude decir nada. Mi mirada
y su mirada lo decían todo. Era el final.
Volví a mi casa sumida en un abismo de
dolor. No entendía, no lo conocía. Él no podía ser así. ¿Por qué si me amaba? Tanto dolor no lo podía soportar. Sentir que viví
en un engaño.
Luego mi cama, la navaja, el colchón
que absorbía ávido la sangre que corría de mis muñecas. Mi mente seguía
despierta, repasando cada detalle de nuestra historia, cada mentira, cada
promesa rota. Los recuerdos me envolvían como una manta helada, hasta que,
finalmente, las heridas en mis muñecas empezaron a arrastrarme hacia el abismo.
Sentí cómo mi cuerpo se iba relajando, cómo la consciencia se desvanecía
lentamente, llevándome con ella a un lugar donde el dolor no podía seguirme.
Mi
último pensamiento fue para él, una imagen borrosa en mi mente, mientras
susurraba su nombre una última vez. Pero en el fondo, sabía que ya no
importaba. Y entonces, todo se apagó.
El
silencio.
La nada.
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