Me desperté atontada, con la
cabeza pesando como si colgara de un hilo flojo. La luz que se colaba por las
ventanillas me encandilaba, y los recuerdos danzaban como sombras
indescifrables en un rincón de mi mente. No sabía qué hacía allí. No recordaba
nada. Cerré los ojos un instante más, intentando serenarme.
Cuando los abrí nuevamente, comencé a ubicarme. Estaba en
un coche. Frente a mí, en el asiento delantero, reconocí la silueta de mi
madre. Hacía años que no la veía… desde el 2023. Lloraba desconsoladamente. Y
entonces lo supe: algo terrible había ocurrido. Pero no podía recordarlo. A mi
lado, mi hermana y mi hijo también lloraban. Los abracé, más por empatía que
por conciencia, aún perpleja, atrapada en un espeso velo de niebla mental.
Algo había sucedido en la familia. Algo grave. Miré a mi
madre otra vez. Su rostro —derrotado, apagado— no difería mucho del de la
última vez que la vi. Aun así, sus ojos verdes, esos ojos tan suyos, hablaban
ahora de un dolor más profundo. Le tomé la mano. Ella hizo lo mismo. Sus dedos
temblaban.
Mi instinto me pedía saber qué había pasado. Pero no
podía preguntárselo a mi hermana. Si el dolor era suyo, si algo les había
sucedido a sus hijos, me tacharía de insensible. Así que adopté su dolor como
propio. Me sumé al llanto, al susurro compartido del duelo.
El coche avanzaba lentamente por las calles de Concordia.
Reconocí los adoquines, el perfume a azares, los árboles en flor que parecían
inclinarse como en reverencia. Mi ciudad natal seguía intacta: bulliciosa, viva,
tejida de memorias. Allí nací. Allí amé. Allí sostuve por primera vez a mi
hijo. Pasamos junto a la escuelita donde enseñé tantos años. Allí conocí a mi
amiga entrañable. Cada calle era una herida vieja, una postal que se abría como
flor ante mis ojos.
Ese momento de ensueño me distrajo. Pero la necesidad de
saber seguía quemando. ¿Quién había muerto? Repasé en mi mente la lista de
nombres familiares. Nada encajaba. La única muerte cercana había sido la de mi
padre. Pero fue tranquila, sin sobresaltos, como era él. Murió una mañana
luminosa en Concepción del Uruguay, con nosotras a su lado. Lo escuchamos
exhalar por última vez. Recuerdo decirle a mi hermana: “Murió”. No sé cómo lo
supe. Nunca había oído ese sonido. Lo presentí. El velorio, los abrazos, la
tristeza en los ojos de mamá...
Volví al presente. Miré hacia atrás. Vi el coche de mi
cuñado, con todos los chicos. Alivio. Luego el de mi hermano. Su hijo no
estaba. Recordé que vivía en Portugal. ¿Sería él? ¿Habría podido viajar? Mi
mente se aferraba a cualquier detalle, cualquier indicio. La ansiedad me
trepaba por dentro como una hiedra inquieta.
Llegamos al cementerio. Bajamos. El aire olía a flores
marchitas y tierra húmeda. Mi cuñado, mi hermano, mi hijo y el hijo mayor de mi
hermana cargaron el féretro hasta el panteón familiar. El sacerdote comenzó la
ceremonia, pero yo no lo escuché. Estaba atrapada en una maraña de
pensamientos, entre los sollozos y el viento.
Después vinieron las flores, el cierre del panteón, el
lento retorno de los autos. Yo me quedé atrás. Me senté en el escalón frío,
cubierta por la sombra del ciprés. El silencio era profundo. Una duda me
atravesó como cuchillo: ¿por qué no pregunté? Mi hijo me habría respondido. Él
nunca me juzga. Pero ya era tarde.
Intentando buscar una pista, me puse de pie y recorrí los
nombres en los bronces. El más reciente brillaba distinto, como si me esperara.
Me acerqué. Lo leí. Y el mundo se detuvo.
Era mi nombre.
Un relámpago de memoria me cruzó el pecho: San Francisco.
Cruce apresurado. Las luces de un vehículo. El impacto. El cielo desbordado de
luz.
La procesión. Concordia. El panteón. Mi nombre.
Y entonces entendí. No era una espectadora. No era parte
de la procesión. Era su motivo.
La muerte me había recibido con su dulce engaño. Me trajo
de regreso a mi ciudad, a mi infancia, a mi gente. Me dio una última vuelta por
los lugares amados antes de revelarme la verdad.
Ahora el viento no olía a azares. Olía a despedida.
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