martes, 10 de junio de 2025

LA PROSECIÓN

 

 


          Me desperté atontada, con la cabeza pesando como si colgara de un hilo flojo. La luz que se colaba por las ventanillas me encandilaba, y los recuerdos danzaban como sombras indescifrables en un rincón de mi mente. No sabía qué hacía allí. No recordaba nada. Cerré los ojos un instante más, intentando serenarme.

  Cuando los abrí nuevamente, comencé a ubicarme. Estaba en un coche. Frente a mí, en el asiento delantero, reconocí la silueta de mi madre. Hacía años que no la veía… desde el 2023. Lloraba desconsoladamente. Y entonces lo supe: algo terrible había ocurrido. Pero no podía recordarlo. A mi lado, mi hermana y mi hijo también lloraban. Los abracé, más por empatía que por conciencia, aún perpleja, atrapada en un espeso velo de niebla mental.

  Algo había sucedido en la familia. Algo grave. Miré a mi madre otra vez. Su rostro —derrotado, apagado— no difería mucho del de la última vez que la vi. Aun así, sus ojos verdes, esos ojos tan suyos, hablaban ahora de un dolor más profundo. Le tomé la mano. Ella hizo lo mismo. Sus dedos temblaban.

  Mi instinto me pedía saber qué había pasado. Pero no podía preguntárselo a mi hermana. Si el dolor era suyo, si algo les había sucedido a sus hijos, me tacharía de insensible. Así que adopté su dolor como propio. Me sumé al llanto, al susurro compartido del duelo.

  El coche avanzaba lentamente por las calles de Concordia. Reconocí los adoquines, el perfume a azares, los árboles en flor que parecían inclinarse como en reverencia. Mi ciudad natal seguía intacta: bulliciosa, viva, tejida de memorias. Allí nací. Allí amé. Allí sostuve por primera vez a mi hijo. Pasamos junto a la escuelita donde enseñé tantos años. Allí conocí a mi amiga entrañable. Cada calle era una herida vieja, una postal que se abría como flor ante mis ojos.

  Ese momento de ensueño me distrajo. Pero la necesidad de saber seguía quemando. ¿Quién había muerto? Repasé en mi mente la lista de nombres familiares. Nada encajaba. La única muerte cercana había sido la de mi padre. Pero fue tranquila, sin sobresaltos, como era él. Murió una mañana luminosa en Concepción del Uruguay, con nosotras a su lado. Lo escuchamos exhalar por última vez. Recuerdo decirle a mi hermana: “Murió”. No sé cómo lo supe. Nunca había oído ese sonido. Lo presentí. El velorio, los abrazos, la tristeza en los ojos de mamá...

  Volví al presente. Miré hacia atrás. Vi el coche de mi cuñado, con todos los chicos. Alivio. Luego el de mi hermano. Su hijo no estaba. Recordé que vivía en Portugal. ¿Sería él? ¿Habría podido viajar? Mi mente se aferraba a cualquier detalle, cualquier indicio. La ansiedad me trepaba por dentro como una hiedra inquieta.

  Llegamos al cementerio. Bajamos. El aire olía a flores marchitas y tierra húmeda. Mi cuñado, mi hermano, mi hijo y el hijo mayor de mi hermana cargaron el féretro hasta el panteón familiar. El sacerdote comenzó la ceremonia, pero yo no lo escuché. Estaba atrapada en una maraña de pensamientos, entre los sollozos y el viento.

  Después vinieron las flores, el cierre del panteón, el lento retorno de los autos. Yo me quedé atrás. Me senté en el escalón frío, cubierta por la sombra del ciprés. El silencio era profundo. Una duda me atravesó como cuchillo: ¿por qué no pregunté? Mi hijo me habría respondido. Él nunca me juzga. Pero ya era tarde.

  Intentando buscar una pista, me puse de pie y recorrí los nombres en los bronces. El más reciente brillaba distinto, como si me esperara. Me acerqué. Lo leí. Y el mundo se detuvo.

  Era mi nombre.

  Un relámpago de memoria me cruzó el pecho: San Francisco. Cruce apresurado. Las luces de un vehículo. El impacto. El cielo desbordado de luz.

  La procesión. Concordia. El panteón. Mi nombre.

  Y entonces entendí. No era una espectadora. No era parte de la procesión. Era su motivo.

  La muerte me había recibido con su dulce engaño. Me trajo de regreso a mi ciudad, a mi infancia, a mi gente. Me dio una última vuelta por los lugares amados antes de revelarme la verdad.

  Ahora el viento no olía a azares. Olía a despedida.


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