Hasta ese mediodía de febrero, podría decir que mi vida
era… habitual. No sin sobresaltos, claro, pero ya me había acostumbrado a su
incomodidad, como una bailarina que se desliza sobre cristales, danzando con el
filo del dolor sin dejar de sonreír. Vivía creyendo que eso era la armonía: el
equilibrio precario entre mi calma y la vorágine constante de quien me
acompañaba.
Lo aceptaba como algo natural, como si no hubiera otra
forma de existir. Pero ese mediodía, todo cambió.
Afuera, las gotas caían como puñales, golpeando el
asfalto con un sonido hueco y metálico. El suelo, resbaladizo y traicionero, me
hacía dudar. Pero sus gritos me empujaron. Su urgencia por que me fuera de la
casa que compartíamos me arrojó a la intemperie, a una intemperie más profunda
que la de la lluvia.
Y en el instante exacto en que crucé el umbral, supe que
dejaba algo atrás. No era amor. No era costumbre. Tampoco apego. Era algo más
sutil, más enraizado: era la forma en que me pensaba a mí misma. Se quedó allí,
pegada a las baldosas húmedas de esa casa vacía de sentido. El mundo, de
pronto, se volvió gris. Un lienzo deslavado.
Avancé hacia un destino que no entendía, con una
humanidad desencajada, como si cada persona fuera un engranaje descompuesto de
un reloj sin tiempo. No recuerdo bien qué pasó en los días siguientes. Quizás
dormí mucho. O simplemente me apagué. Lo cierto es que habité el reino nebuloso
de los calmantes, como flotando bajo un agua espesa.
Un día, desperté. Con la boca seca, las ideas nubladas y
el corazón encogido. Me incorporé, me volví a recostar. Horas se esfumaron como
humo.
Frente al espejo vi a alguien que no reconocía. Una mujer
con las manos vacías, con los sueños deshilachados. Había hecho un paréntesis
en mi vida para habitar la de otro. Ahora, debía habitarme a mí.
Mi vida se convirtió en un sendero angosto entre dos
abismos. Cada paso era una conquista. A veces, la culpa, el llanto, el
resentimiento, me empujaban al vacío. Y como Sísifo, volvía a escalar, con la
roca del desprecio y la traición sobre mis espaldas. Caía. Subía. Caía de
nuevo. Un ciclo absurdo, que comenzaba a devorarme los días.
Hasta que llegó una tarde fría de otoño.
Y fue el silencio lo que me salvó.
Me detuve a mirar mi casa: mi biblioteca dormida, los
libros que me hablaban desde sus lomos gastados, los cuadros con rostros
amados, las fotos de mis muertos vivos. Todo estaba allí, esperándome. Volví a
mí, poco a poco, como quien regresa de una larga fiebre.
Me sentía caer, otra vez. Pero esta vez no era un abismo.
Era viento. Y yo era un ave que dejaba de batir sus alas y se dejaba llevar.
Fluir. Por fin, fluir. Una entrega serena, sin miedo. Por primera vez, el
silencio no era vacío. Era alivio.
En ese espacio de calma, sin voces que me exigieran, sin
preguntas que me desvelaran, comenzó a abrirse una puerta interior. Entré.
Y entonces escribí.
La pluma tembló al contacto con el papel. No temblaba de
miedo, sino de intensidad. De emoción. Las palabras brotaban sin pausa, como un
río que había esperado siglos para desbordarse. Escribí sin pensar. Sin
respirar. Cuando terminé, me encontré con un texto hermoso, coherente, vivo.
Allí estaba yo, entera, llena de amor, vulnerable pero poderosa. Fui testigo de
mi propia esencia.
Y entonces supe.
No había perdido nada aquel mediodía de febrero.
Aquel día, comencé a renacer.
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