Con sus grandes ojos celestes brotaban
palabras de un manantial inquieto,
boca astuta, boca sabia de espejismos,
de engaños y mentiras susurradas al viento.
¿Por qué esa boca pintaba falsedades
cuando la verdad, dócil, aguardaba en silencio?
Yo conocía esa luz y la anhelaba:
tejí con ella un lazo de esperanza.
Pero ofreciste hilos de humo y sombras,
palabras inciertas como corderos salidos del fuego.
Ese lazo que alzaste en tu mano izquierda,
con la diestra lo tendías hacia mí aún roto.
Yo, ciega de confianza, tomé el cordel ajado,
y en mis dedos sentí arder la seda enferma.
Entonces al fin comencé a verlo:
tus ojos, antaño cielo sereno,
se tornaron nubes grises de tormenta;
tu sonrisa amplia, campo de amapolas,
se marchitó en el páramo del engaño;
tu noble corazón, un faro que alumbra y guía,
se apagó en la cueva de lo innoble.
¿Quién eres tú, fantasma sin nombre,
que me ofreces esta cinta sucia y rota?
Dile a ese hombre de memorias perdidas
que venga.
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