El “Mito de la caverna de Platón” no es solo eso, un mito, es un inquietante reflejo que nos enfrenta cara a cara con nuestra realidad y nuestra penosa odisea hacia el conocimiento. Imaginemos a estos prisioneros, encadenados desde su nacimiento, con sus espaldas a la entrada de la caverna, pudiendo ver únicamente sombras proyectadas en una pared. Estas sombras danzarinas, para ellos, son el único oráculo de su realidad, el telón inamovible que define el escenario completo de su existencia. No saben del fuego que las produce, ni de los objetos que desfilan detrás de él, ni mucho menos del sol que brilla más allá de la caverna.
Pues bien, no estamos tan alejados de estos
prisioneros, cuando lo único que vemos es lo que la sociedad y los medios de comunicación
y redes nos quieren mostrar. Nada tan alejado de la realidad. ¿Cuántos de
nosotros abrimos los ojos para ver? Vivimos en nuestra propia caverna aceptando
una realidad inquebrantable. Nos volvemos cómodos en esta penumbra familiar.
El punto de inflexión llega cuando uno de los
prisioneros es liberado y arrastrado hacia la luz del sol. Primero todo es
confusión. Este doloroso proceso de
adaptación simboliza el esfuerzo emocional que implica romper con el mundo
ilusorio que vivió. Ver la realidad es una experiencia transformadora pero agotadora.
Pero aquí no termina el mito. Lo más conmovedor es
su retorno. Cuando intenta compartir su experiencia con sus compañeros, se
encuentra con la incomprensión y el ridículo. Lo tachan de loco y su intento de
liberarlos es percibido como una agresión. Esto es, ¿estamos dispuestos a
aceptar la incomodidad y el rechazo que a menudo acompañan la búsqueda de la
verdad?
La Caverna de Platón nos obliga a preguntarnos:
¿qué sombras estamos aceptando como realidad? ¿Estamos dispuestos a enfrentar
la cegadora luz de la verdad, incluso si eso significara un doloroso y
solitario ascenso? El real desafío es, además de salir de la caverna, intentar
encender la luz en la oscuridad de los demás.
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