Hacía tiempo me había prometido subir al desván para ordenar todo lo que
allí se encontraba. Había acumulado recuerdos míos y luego juguetes y objetos
de los niños. Venía pensando que era hora de acomodar aquello y regalar lo que
estuviera sano y fuese de utilidad a otra persona.
Esa mañana templada de domingo me dispuse a subir las
escaleras crujientes que me llevarían al desván. Abrí la puerta de madera y el
resplandor de la única ventana me transportó a un lugar del pasado. Me sentí
rara. Después de esa primera impresión, puse manos a la obra.
Comencé con los juguetes de los niños, separando los
sanos y embolsando los dañados. Así fue pasando la mañana. Me resultó bastante
entretenido, sobre todo ver objetos de mis hijos y recordar su niñez tan
lejana. Decidí tomarme una pausa.
La pausa se extendió hasta el domingo próximo que quedé
sola en casa. Me preparé un café; el aroma del mismo me hizo sentir una
sensación familiar, llenó la cocina, recordándome las mañanas de mi infancia,
cuando mi madre preparaba el desayuno. Me miré en el vidrio de la cocina, que
me reflejaba perfectamente. Me pude ver envejecida, con algunas canas y líneas
que surcaban mi rostro. La juventud había quedado atrás. Después de estos
pensamientos volví a lo que tenía planeado hacer… seguir con el desván.
Nuevamente las escaleras crujientes, el resplandor de la
única ventana, pero el panorama estaba bastante más despejado. Me llamó mucho
la atención una caja muy vieja, cerrada con cinta de embalar, de tamaño
mediano. Tenía mucho polvo, así que imaginé que estaría allí desde mi niñez. La
casa donde vivía con mi familia había pertenecido a mi abuela, luego a mi
madre, hija única, y luego a mí, también hija única. A pesar de que tuvo varios
arreglos, el desván siempre se mantuvo como un lugar de almacenamiento, dado
que era bastante grande.
Volviendo a esa caja polvorienta y tan bien cerrada que
encontré, me dispuse, tijera en mano, a abrirla. Para eso me hice lugar en el
suelo de madera y me senté a su lado. No sé por qué me invadió una sensación
entre curiosidad, ansiedad y, a la vez, certeza de que me encontraba ante un
tesoro con valor emocional incalculable. La abrí con cuidado. Desprendió mucho
polvo. Entre el polvo que se iba disipando lentamente a la luz del ventanal,
pude admirar con dulzura lo que allí había. Quizás no pueda describir con
palabras mis sentimientos al encontrarme con aquel preciado objeto: una cajita
musical. Podría decir que sentí nostalgia, alegría, olor a tardes de mi
infancia, la mirada de mi abuela sentada en su mecedora marrón, su gato
observando curiosamente el sonar que provenía de la cajita y el perro
hociqueando la esbelta bailarina. Yo, observando embelesada la perfección de
sus movimientos, y al compás del sonido prometiéndole a mi amada abuela que un
día sería una bailarina.
Nuevamente alcé la vista y me vi reflejada en un viejo y
gastado espejo. Qué lejos estaba yo de esa promesa, de ese olor a infancia, de
esos ojos bondadosos de mi abuela. Pero aún estaba allí ese preciado objeto.
Hice girar la manivela y otra vez volví a esa feliz niñez, de sueños, de abuela,
de gato y perro, de sonido mágico que retumbaba por todo el ático. En ese
momento ya no había melancolía: el recuerdo estaba ahí, lo palpaba. Estaban ahí
los seres queridos, quienes se habían marchado. La magia de la música y su
bailarina habían traído los recuerdos, las imágenes, los sonidos, los olores.
Me transporté por un instante mágico que no podría precisar.
La música cesó y, con ella, los recuerdos. Solo quedó la
melancolía. Aunque he vivido una vida feliz y la despedida de mis seres
queridos ha sido en paz, ahora, con esta pequeña bailarina polvorienta y su
música, he sentido una nostalgia que ha movido todo mi ser. Me ha dejado
enajenada, con mi interior conmocionado. ¿Cómo podría un simple objeto
movilizar tanto? Como no lo han hecho las fotos cuando las miro, o cualquier
recuerdo. Esta cajita musical tiene magia, tiene la magia de mis tardes de
niñez, de mis sueños, de la música, de los olores de mi infancia, de la
mecedora de mi abuela y su gato. Todo eso volvió a mí como un torbellino.
Bajé del ático con mi gran tesoro. Lo lustré. Lo coloqué
con cuidado en un lugar de honor en mi casa. Ahora, cada vez que me sienta
perdida, giraré la manivela y encontraré a mi abuela, la melodía, los olores y
su gato. Esta cajita musical, con su magia, seguirá siendo un puente hacia mis
recuerdos más queridos, recordándome que, aunque el tiempo pase, esos momentos
preciosos de mi niñez seguirán vivos en mi corazón.
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