Ojos celestes lejanos
Para Caty
Arrellanada en
su sitial,
sus ojos celestes, de profundidad marina,
me hablaban.
No solo eso…
me leían como a un libro,
de esos libros que ella amaba,
de los que abría con devoción y leía con alma.
Su voz,
cálida como la tarde que comienza a morir,
me hablaba sin prisas,
dialogaba con mi silencio,
con mi sombra,
con lo que yo aún no sabía de mí.
Aún hoy, tantos
años después,
no ha habido palabra que se le parezca.
Sus frases eran exactas,
a veces me sorprendían,
y hoy, con mis canas internas,
las encuentro llenas de una sabiduría que no envejece.
Nuestros
diálogos rozaban la filosofía,
pero eran más que ideas:
eran amor.
De ese amor que no exige nada,
solo está.
De ese que solo se prodiga a una amiga
en lo largo de una vida.
Quizás por eso
la extraño tanto.
La busco,
y es en vano.
Porque esos ojos celestes,
cálidos, serenos,
están lejanos.
Lejanos por la maldita distancia
que me la robó.
Su voz…
sin exabruptos, sin gritos,
era mi preferida cuando leía.
Una voz que podía hacer bello
hasta un poema triste,
una sentencia dura,
un invierno.
Ella,
como un gorrión
que construye con ramas el abrigo,
formó su nido.
Y con el tiempo, sus crías alzaron vuelo,
pero su corazón los guardó,
los sostuvo como rama firme.
Yo conocí su
hogar en esos días de alboroto,
de risas adolescentes,
del amigo de cuatro patas
que acercaba su hocico enorme
para recibir ternura.
Así era su
casa.
Así era ella.
Feliz.
Sin estridencias.
Pero la vida,
que a veces se ensaña con las almas dulces,
le jugó una mala pasada.
Y aun así…
sus ojos no se quebraban.
Tenían tristeza,
pero también entereza.
Y desde
entonces la busqué.
Juro que la busqué en otras miradas.
Busqué su calma,
sus palabras sin juicio,
su amor sin condiciones.
Pero no
encontré su paz.
Nadie la dio como ella.
Y por eso,
en esta tarde calurosa,
casi de verano,
la recuerdo.
Como todos los días.
Cuando necesito
que la vida duela menos,
cuando todo es confuso
y quisiera, solo por un instante,
ver sus ojos celestes.
Sus ojos…
ventanas de infinitud.
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