En esta mañana calurosa de primavera, las olas
turbulentas de la vida golpean mi orilla como bestias cansadas y, apenas rozan
mi arena, huyen despavoridas hacia el fondo del mar. Me dejan rodeada de un
silencio espeso, como un manto de polvo viejo que se adhiere a la piel del
alma. La arena —seca, sorda, obstinada— se niega a crujir bajo mi peso, como si
también ella hubiera renunciado a existir.
Espero ansiosa la próxima ola, esa que alguna vez me traía frescura, compañía o
aunque sea el roce fugaz de otra presencia. Pero no llega. Se pierde en algún
océano lejano. Se disipa en minutos que se desangran, en horas que duelen, en
meses que pesan como piedras húmedas sobre el pecho. Así es mi soledad: muda,
hueca, interminable… como un cuarto sin puertas ni ventanas, donde hasta el eco
se ha exiliado.
Dicen que la soledad es buena, que purifica, que enseña. No conocen la mía.
En mi mente danzan voces invisibles: algunas florecen como un jazmín en la
oscuridad, pero otras rumian como animales encerrados, repitiendo sus pasos en
círculos, desgastando la tierra del pensamiento. Siempre me arrastran al mismo
pantano: al tedio, a la sinrazón, al absurdo, al vacío.
Cuando las olas tardan demasiado, quisiera huir de mi cabeza como quien escapa
de una casa en llamas. Me refugio en banalidades, en ruidos sin alma, en tareas
inútiles que anestesian el tiempo hasta dejarlo muerto, rígido, inservible.
Pero al final, el bucle me abre la puerta como un carcelero paciente y me
recuerda, con fría perfección, la dimensión exacta de mi soledad.
Las horas se derriten, los días se marchitan, las estaciones se suceden con
indiferencia, y los años se deslizan como hojas secas que nadie barre. Nada me
sacude hasta la raíz. Sobrevivo. Miro. Respiro como quien flota en un sueño
ajeno. Observar sin juzgar se ha vuelto mi modo de permanecer: quizás para
aprender del mundo desde afuera, tal vez para amar sin ser vista.
Me siento en la punta de una montaña detenida en el tiempo. El mundo gira,
se enciende, grita, ama, cae y vuelve a levantarse, pero yo permanezco quieta,
como una piedra antigua que ya no recuerda quién la talló. Mis pensamientos,
esos pájaros desbocados, chocan contra mi cráneo como si fuera un farol sin luz
perdido entre la bruma.
Y aunque no lo digo en voz alta, lo presiento: algún día, todo este ruido
interno, toda esta danza hueca de sombras y palabras no dichas, se apagará de
golpe. No habrá ola que regrese, ni arena que escuche, ni montaña que me
sostenga. Solo el silencio final, ese que no se retira… ese que lo devora todo.

No hay comentarios:
Publicar un comentario