miércoles, 15 de octubre de 2025

A ESTA EDAD

 




Que mi cabello insiste en volverse plata,
que mi rostro y mi cuerpo se entregan, dóciles,
al imán oscuro de la gravedad,
que la pasión de la juventud se ha vuelto brasa quieta,
no importa: que me quiten todo.

Pero —por ese dios que no existe—
que la memoria no me desgaste el pulso de las palabras.
Ellas, las que respiran en mi sangre
como animales dormidos que sueñan con despertarme;
las que se enredan en mis huesos
como raíces aferradas a un árbol enfermo;
las que sostienen mi pensamiento
como un puente sobre un abismo sin fondo.
Imposible pensar sin palabras.

Son ellas las que me empujan a escribir
poemas, cuentos, historias, sentires;
las que me atraviesan como lanzas encendidas
y me dejan el corazón sangrando y agradecido.
Esas: mis palabras.
Las amadas. Las veneradas.
Las que me habitan como pájaros en una jaula de carne,
golpeando las costillas para no morir ahogadas.

Y cuando ya no pueda pronunciarlas,
hilvanarlas o escribirlas,
cuando las sílabas se me deshagan en la boca
como ceniza en una corriente de aire,
que el fuego del infierno —ese infierno que tampoco existe—
me trague entera,
antes de condenarme al silencio.
Que me queme con una sola palabra aún viva en la lengua:

Fin.

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