Bajo la fortuna
de la runa Fehu nació Eirik, joven artesano de la madera. Sus
manos parecían tocadas por los dioses: todo lo que tallaba cobraba alma.
Animales, ancianos, niños, criaturas míticas… cada figura tenía un latido
secreto escondido en las vetas del roble y el fresno.
Era armonioso
con sus pares y con la naturaleza. Dulce, comprensivo, piadoso. Los ancianos lo
honraban, los niños lo seguían, los animales del bosque no le temían. Muchas
jóvenes lo admiraban en silencio, pero él no había conocido aún el amor humano.
O tal vez sí.
Eirik estaba
enamorado de su propia obra: una figura femenina tallada con devoción. Una
joven de piel pálida, labios pequeños y mirada perdida en un mundo invisible.
Sostenía entre sus manos una jaula vacía, y vestía un sencillo ropaje que
rozaba el piso de madera. La había soñado incontables noches. Incluso la había
buscado entre los árboles cercanos a su aldea, como si la hubiera recordado de
otra vida.
Una tarde de
bronce y sombras largas, Eirik se internó en el bosque en busca de madera.
Llevaba su hacha como se lleva un compañero de ruta. Tras un espeso corredor de
pinos, llegó a un claro cubierto de hojas húmedas y aire de misterio. Allí, el corazón le dio un vuelco.
Ella estaba allí.
Exactamente
como la había tallado: la piel clara como leche de luna, los labios menudos, la
mirada altiva y herida, y la jaula vacía en sus manos. La luz se filtraba entre
los árboles como cuchillos dorados, y un viento frío movía su cabello como un
presagio.
—Tú no me viste
aquí, joven artesano —dijo ella con voz leve pero firme, como el filo de una
daga envuelta en terciopelo.
—Soy Eirik —respondió
él, con temblor y certeza—. Y te amo. Siempre te amé, aun antes de nacer.
Ella inclinó
apenas el rostro, sin sorpresa.
—Lo sé. Mi runa
es Perthro. Soy Sigrún, hija del destino oculto. Veo lo que otros
ignoran. Pero debes saber por qué estoy aquí.
Sus ojos se
velaron un instante, como si recordara una herida:
—Mis padres
guardaban en esta jaula dos pájaros bellísimos. Lloraban en su encierro. No
soporté escucharlos más. Robé la jaula y huí al bosque para liberarlos. Como yo
soy libre, ellos debían serlo también.
Eirik sintió
una mezcla de admiración y desgarro.
—Piadosa
Sigrún, si vuelves a tu hogar, serás castigada sin piedad.
Ella alzó la
mirada, y por un instante, pareció que un cuervo blanco cruzaba el cielo encima
de ellos.
—Lo sé. Pero es
mi destino.
Eirik dio un
paso hacia ella, el crujido de las hojas bajo sus botas sonó como un juramento.
—Te ofrezco mi
hogar. Mi techo, mis manos, mi nombre. No volverás sola a ningún lugar.
Sigrún lo
observó con una mezcla de ternura y sombra. Entonces, algo cambió en el aire.
Los árboles dejaron de moverse. Hasta el viento contuvo la respiración.
Desde lo
profundo del bosque resonaron pasos, cascos o botas, no estaba claro. Voces
ásperas, respiraciones agitadas. Habían venido por ella.
—Encontraron el
rastro —susurró Sigrún—. No hay escondite cuando el destino ya decidió.
Eirik se colocó
delante de ella como un muro vivo.
—Entonces que
me encuentren a mí también.
Ella sonrió con
dolor y destino:
—No. Tú naciste
bajo Fehu: estás hecho para crear, no para morir hoy. Yo soy hija de Perthro, y
todo lo oculto debe revelarse alguna vez.
Antes de que él
pudiera hablar, Sigrún tomó sus manos y las posó sobre la jaula vacía.
—Tallaste mi
cuerpo antes de conocerme. Ahora tendrás que tallar mi ausencia.
Una rama se
quebró a pocos pasos. Gritos. Hierros. Perros.
Sigrún, sin
temor, se internó hacia las sombras, entregándose a lo que la llamaba. Eirik
quiso correr tras ella, pero sus piernas se anclaron al suelo como raíces
viejas.
La última
imagen fue su cabello perdiéndose entre la niebla y el óxido de los troncos.
Cuando la noche
cayó, Eirik regresó a su taller. La figura tallada seguía en su mesa, pero la
jaula entre sus manos ya no estaba. Las astillas que alguna vez fueron barrotes
yacían en el suelo, como huesos quebrados.
Y el bosque,
desde lejos, parecía respirar su nombre.

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