Era el CEO de una compañía de multimedios. Poseía el conocimiento, la destreza y la inteligencia necesarias para ocupar aquel puesto. Además, era un hombre de porte distinguido: bien parecido, de modales precisos, con una cortesía que abría puertas y despertaba admiración. Pero dentro de sí habitaba un volcán dormido, un fuego en reposo que ante la injusticia comenzaba a latir, encendido, rugiendo por salir.
Sabía contenerlo. Su vida entera era un ejercicio de dominio: gestos medidos, palabras exactas, emociones encerradas bajo llave.
El Director de Operaciones, su
mano derecha y persona de absoluta confianza, era un hombre que aparentaba
simpleza, conformidad y compañerismo. Su serenidad inspiraba respeto. En él,
Salvay veía las virtudes que más valoraba: la prudencia, la calma y, sobre
todo, la lealtad.
Durante años funcionaron como un
engranaje perfecto: él, la mente; Ibáñez, el movimiento silencioso que hacía
girar la estructura. Pero nadie imaginaba lo que se gestaba en el interior del
hombre tranquilo. Bajo la máscara de fidelidad, Ibáñez tejía su sombra.
Manipulaba con paciencia de araña, moviendo los hilos invisibles que un día
harían caer al propio Salvay en su trampa.
Cuando el plan se cumplió, todo
se derrumbó con una rapidez devastadora. Bastaron unos días para que la
empresa, su nombre y su orgullo se vinieran abajo. El poder que lo había
sostenido se desvaneció como ceniza entre los dedos.
Ibáñez ignoraba que aquel hombre
cortés y mesurado llevaba en su pecho un volcán contenido por años. Y que la
traición, esa herida sin forma, sería la chispa. Fue un golpe tan cruel que su
alma se astilló como vidrio. La injusticia le ardió por dentro, encendiendo
cada rincón de su cuerpo. Despertando su sombra mas oscura, la ira.
Esa noche, solo, recostado en el
amplio sillón del living, Salvay dejó de contener el fuego. No gritó, no lloró.
Simplemente dejó que el volcán despertara. Las paredes comenzaron a temblar, el
aire se volvió espeso, el silencio se transformó en brasa.
Cuando los bomberos llegaron, la
mansión era un infierno de llamas y humo. Lograron apagar parte del fuego, pero
no hallaron ningún cuerpo, ningún rastro. Solo un charco de lava aún hirviente
en medio del salón.
Una lava que, pese al agua, seguía viva, respirando como si esperara volver a
arder.
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