A MI HIJO ÚNICO

 

A Santi

Su cabello castaño,
radiante,
acaricia su dulce rostro.

Sus cejas —arco perfecto—
custodian
los luceros más bellos
que haya conocido.

Su nariz suave,
su boca amplia como su alma.
La mandíbula generosa,
el cuello largo, firme,
como un tallo que sostiene el mundo.

Podría pasar horas admirándolo.
Pero hay más.
Mucho más
que lo que los ojos alcanzan.

Su éter infinito.
Su alma pura.
Frágil.
Melancólica.

¿Cómo no amarlo?

Lo sentí crecer en mi vientre.
Allí nació
el único y verdadero amor,
el que no se agota.

Lo amé cuando jugaba,
cuando imitaba mis gestos,
cuando volaba con su imaginación.

Lo observaba
y lo amaba.
Así, en ese orden.
O en el inverso.
Siempre amándolo.

Hoy, que es un hombre,
lo admiro.

Por su sapiencia,
su mirada del mundo,
ese universo secreto
que camina con él
bajo la cabeza inclinada,
como filósofo peripatético.

¿Cómo no amar
al ser que le dio sentido
a mi respirar?

Mi corazón,
inquieto conocedor del amor,
no ha palpitado nunca
como lo hace por él.

A veces hablamos
y somos uno.
Él:
prolongación de mi ser.

Pero también esfera.
Que rueda,
por su propia inercia.
No me necesita.
Y eso me enorgullece.

He dado todo de mí
a este ser de luz.
Y no me arrepiento.

Su existencia
es el motor de mi vivir.
Sin él…
la nada.

Sé que no leerá estas palabras.
Y sé que le dolerían.
Pero si él faltase,
no lo dudaría:
partiría con él.

Su amor
es mi única certeza.

“Ponme como sello sobre tu corazón,
como sello sobre tu brazo,
porque fuerte es el amor
como la muerte.”
(Cantar de los Cantares 8:6)