viernes, 30 de mayo de 2025

DESDE EL ÉTER

 


Desde este éter oscuro y silente,
te llamo,
oh, amante mío.
Te ata la vida
como a mí me ata la muerte.

Todo mi tiempo contigo
es eternidad
suspendida,
un suspiro que no muere,
una caricia sin carne.

He cruzado los umbrales
de la existencia tangible,
y sin embargo, te siento.

Todo es imperecedero aquí,
sin mañana,
sin tus besos,
sin el temblor de tu voz.

Oh, amante,
mi voz flota entre sombras,
mi deseo arde en lo invisible.

Cuánto duele el amor
cuando ya no hay cuerpo.
Cuánto late aún
cuando todo ha callado.

Siempre contigo,
más allá del alba,
más allá del fin.

Amor mío,
seguimos traspasando la vida.

jueves, 29 de mayo de 2025

CUATRO FOTOS

 


Recostada en la cabecera del alto sillón del living, percibiendo la suave brisa que se escabulle desde el ventanal, la mañana me ha encontrado melancólica. Un sueño, una mirada no correspondida, mi reflejo en el espejo, no lo sé, algo me arrebato esta añoranza.

             Observé la bella caja decorada con mis hábiles manos sobre el estante. La caja del recuerdo… fotos. Abrí minuciosamente la caja y elegí cuatro fotos al azar. Al sentarme suavemente y mirar esas cuatro fotos, la melancolía se adentró con dolor.

            En la primera, una adolescente risueña. Grandes ojos esmeralda miraban la lente con ávida curiosidad de su futuro. El semblante feliz, sin marcas del tiempo, fresco, aniñado. La observé un lapso recordando aquellos momentos vividos. Luego la segunda foto, una joven mujer, es sus veinte y algo, mirando con pasión el niño de dos años que se encontraba entre sus brazos. Éste mostraba felicidad con su helado en la mano. La joven tenía un dejo de tristeza en la mirada, a pesar del amor hacia ese niño, se notaba en la finas e imperceptibles arrugas que había pasado malos momentos. Otra vez mi memoria retomando algunos momentos dolorosos que creí olvidados. La tercera, un retrato profesional de gran tamaño, mostraba una mujer muy bella, serena, con pequeñas señales de sus casi cuarenta. Pese a la edad, su rostro no daba señales del paso del tiempo. Sus ojos y su mirada sí. Una tristeza profunda, mezclada con remordimiento expresaba su mirada penetrante, a través de dos luceros esmeralda. El tiempo no pasaba por su rostro, se encontraba en la mirada. Me pregunté ¿puede la mirada envejecer? Note que sí. Luego, presurosa observe la cuarta foto. Una mujer, de cincuenta años según el pastel de cumpleaños, mirándolo fijamente, abrazada a ese niño, ya adulto, lleno de amor en sus manos y su rostro. Ella, la mirada perdida en el incipiente fuego de la vela. Su rostro, si bien se mantenía aun joven, denotaba el paso de los años y de las penas sufridas. Las arrugas no habían hecho estragos, pero si el peso de una vida con remordimientos, mostraba sus parpados caídos y la comisura de los labios inclinada levemente hacia abajo. La mirada, pues era lo más impactante. Perdida en fuego fatuo que aún puede llamear, dejaba entrever una vida de lucha, dolor y sufrimiento. Aunque también mostraba un amor incondicional hacia quien era su esmero. Sus manos algo arrugadas, tomadas fuertemente a ese niño hombre, denotaban que este era su única misión en la vida.

            Solo cuatro fotos.

Levantó levemente la mirada hacia el ventanal y veo reflejado el rostro de una anciana, marcada por el paso de los años, conservando una belleza madura y lo que caracterizo su rostro durante su vida, sus ojos esmeraldas.

            Observé por un tiempo ese reflejo pensando en que estaba bien. Amigándome con esas mujeres del pasado, recordando la juventud, pero sin tristeza. Viendo su madurez con un poco de nostalgia e inquietud por el peso de las acciones pasadas. Pero más feliz a la espera que llegue con ella ese nieto adorado. El pequeño hijo de ese hombre niño, su apéndice, su evolución. Esto bastaba para hoy ser feliz.

            Esa mujer soy yo.

Sandra Brinkworth, 9 de octubre de 2024

CONTINUIDAD DE LA VIDA

 


Ellos se encontraron en una cabaña cercana a la finca de aquel hombre. Ella era de una hermosura sublime. Él, portador de gallardía y belleza propia de su genética romana. Tenían que llevar a cabo su plan. Estaban algo temerosos pues ninguno había realizado tal acción nunca, en especial él jamás pensó que la vida, el destino o su gran amor, le exigiría algo similar. Pero ya estaba abocado a la tarea, sólo era ultimar detalles de la ubicación de aquel hombre en la finca. Ella conocía todas sus costumbres y se asqueaba de repetírselas una y otra vez. Aquel hombre estaría leyendo es un sillón de pana verde y respaldo alto, de cara al ventanal. Solo se trataba de sorprenderlo por detrás y el plan estaría finalizado.

Él volvía a dudar una vez más, ella lo colmaba de besos llenos de pasión e inmoralidad. Besos que él sabía que pertenecían al hombre aquel que nunca le hizo daño y la colmó de cuanto ella pidiese. Se preguntaba también ¿si el testamento no tuviera a ella como beneficiaria? ¿cómo podría el satisfacer los caprichos de esa amada mujer? Jamás podría. Su humilde condición no se lo permitía. Aun así, ella le había prometido amarlo. Pero su razonamiento de hombre certero le decía que esto no sería posible. Ella, pronta viuda, joven y bella, buscaría otro hombre que la colmase de sus gustos y caprichos obscenamente caros. Y los hombres del pueblo la deseaban y le darían hasta lo imposible por tener esa mujer a su lado. Pero nadie la conocía bien como él. Ni siquiera aquel hombre, allá en su finca leyendo plácidamente. Sería un hombre tan culto, colmado de don de gente y amabilidad. Frecuentaba círculos de alta alcurnia y era muy apreciado por sus colegas médicos. Había salvado muchas vidas. Como la de su propia madre. Eso le carcomía la conciencia. Todos estos pensamientos eran una vorágine en su interior desde donde percibía el frío del metal, el arma elegida por ella para poner fin a su matrimonio.

Cuando volvió en sí de sus pensamientos encontró la mirada de ella expectante, quien lo beso ferozmente, quizás para terminar de convencerlo. Luego lo guio en cómo llegar hasta aquel hombre dentro de la finca, en qué habitaciones ingresar, donde el estaría, es decir, todos los pormenores.

Se despidieron.

A él le correspondía la acción más difícil y despiadada. Ella sólo esperaría.

Él llegó hasta la alameda que rodeaba la finca. Ingresó sigilosamente. Llegó a la gran casona y siguió el recorrido marcado por ella, el estaría en su sillón verde de espaldas a la puerta con vistas al ventanal. Su corazón latía con inimaginable fuerza por el crimen que iría a cometer. Paso habitación tras habitación, luego las escaleras, las puertas amplias y luego su estudio. Abrió el portal. El sillón verde de respaldo alto, el ventanal que ofrecía una vista generosa del parque. Todo como ella lo había dicho, hasta el detalle del humo de aquel hombre fumando. El frío metal palpitaba en su mano.

Todo como habría sido orquestado, con una diferencia. Aquel hombre, entrado en años, de mirada bondadosa y corazón noble, no se encontraba leyendo de espaldas al portal. Se encontraba mirándolo fijamente. Ambos se miraron y el recordó esa mirada y su voz diciendo “tu madre ha sobrevivido”. Se desplomó en la suave alfombra y lanzó el arma, se inclinó más aún. Solo una palabra musitó… Perdón.

 

Sandra Brinkworth, 2 de octubre de 2024

 

Personajes e inspiración tomada del cuento de Julio Cortázar “Continuidad de los parques”

NO DUDES

 








Hombre gigante,

de brazos como ramas fuertes
y corazón que late en voz alta,
¿dudas de mi amor?

¿No ves cómo brillan mis ojos
cuando rozan los tuyos como lunas en espejo?
¿No sentís, acaso,
el temblor sutil de mi alma
cuando te nombran mis silencios?

A veces me ausento, sí.
Me hundo en los arrecifes de mi mundo
—profundo, basto, inabarcable—
y vos quedás
como un faro esperando marea.

Pero te juro,
hombre de ojos ternos
y pasos que despiertan la tierra,
que en ese mar interior,
mi amor por vos germina
como flor en grieta,
silencioso y urgente.

Sos necesidad
que no pide permiso.
Sos llamado
que todo en mí responde.

No dudes.
Vos trajiste a esta mujer que yo no conocía.
La que ama en calma,
y también se desborda.
La que aprendió que amar no es prometer,
sino quedarse
incluso cuando todo tiembla.

Sos mi raíz y mi ala.
Mi abrazo y mi incendio.

El amor de mi vida,
inevitable,
imperativo,
vos.

AL FILO DE LA NAVAJA

 


Una tarde de otoño, gris, triste. Yo la escuchaba, la observaba, secretamente la admiraba. Ella estaba recostada en uno de los sillones del living. El gris, de respaldo alto. Gris, como ella. Sus botas de tacón aguja relucientes. Sus piernas cruzadas, se hamacaban hacia adelante y hacia atrás. Su jean celeste apretado mostraba parte de su estilizada silueta. El suéter negro, como las botas, holgado, nunca la vi con una prenda superior ajustada. Como si esa parte no se podía presionar. El cuello largo y su barbilla en punta. Su cabello rebeldemente corto y negro, contrastaban con el verde de sus ojos. Yo la observaba. Ella me hablaba pausado, también la escuchaba. Sus manos inquietas se restregaban en los jeans. Sus ojos se tornaban eternamente tristes. Podría adivinar que en su interior no pensaba en el futuro, ni le importaba. Creo que pensaba que el futuro de ella no existía. Si el pasado. Cada vez que decía: “te acordas de…? Parecía como si se clavara cuchillos en el corazón. Le dolía mucho su pasado. Por eso era gris. El pasado lo tenía presionado en su corazón, como sus jeans en sus caderas y piernas.

            Pronto hizo una pausa, el ambiente se cortaba de dolor. Miraba sus ojos y no sabía cómo decirle que todo iba a estar bien. Que solo son tormentas. Pero yo no podía hablar. Me esforzaba por hacerle ver aquello que yo veía. Su potencial, su amor, su ternura. Ella insistía en adjetivarse de la peor manera.

            El silencio doloroso siguió, yo no pude hablar. No pude consolarla. Sus ojos se habían inundado de llanto. Sus palabras repetían “no puedo”, “solo soy una molestia”. Y así comenzaba un eterno llanto que solo lograba acallar con una manera particular. No echaba culpas, no odiaba. Sentía miseria por ella misma. A esa altura de su llanto y desconsuelo, había abandonado la pose erguida y sus codos se apoyaban en las piernas y sus manos sostenían el rostro y dejaban caer las lágrimas.

            Pronto callo, se sosegó. Yo no pude decirle nada. Salió veloz de la habitación, tenía algo urgente que llevar acabo. En pocos minutos regresó. Tenía en su mano derecha un afilado cuchillo que brillaba en la tenue luz de la habitación. Apretaba los dientes y volvía a llorar. Se arremango el suéter celeste. Sus brazos, pergaminos de sus luchas, quedaron al descubierto. Su mano temblorosa sostuvo el cuchillo sobre su brazo. Sus lágrimas marcaban el recorrido del corte. La observaba con pena no pudiendo hacer nada por ella. Sabía que ella no se moriría allí. Pero su ignorancia de un futuro la perturbaba. Presionó el afilado cuchillo y la sangre comenzó a brotar como lo hacían sus lágrimas. Pronto todo fluía, lágrimas, sangre. Pasó un tiempo mirando la sangre correr y sintió una sensación de paz. Como si ese castigo lo hubiera merecido. Yo no entendía por que se castigaba tan cruelmente. Y no podía musitar palabras, solo la observaba.

            Se incorporó y buscó una prenda de su cajón. Se cubrió la herida, pronto cesó de sangrar, sus mandíbulas se aflojaron, ya no presionaba los dientes. Ya no lloraba. Algo de ella se había ido. Dejo el sillón en el cual se vendó la herida y se dirigió a su cama. Boca arriba mirando la nada. Otro día mas. Otra vez más. Quería preguntarle cuando se perdonaría. No podía hacerlo.

            Incorporada entre la cama y el sillón estaba yo con mi silencio. Giré hacia el espejo y me vi. Años habían pasado, el gris de la mirada continuaba. Sentí pena por ella. No podía yo nada hacer. Estaba yo batallando las tormentas presentes. Aunque más fuerte, aunque nunca más lastimarme. Aunque peleaba todos los días por amarme.

            La dejé en su cama, con los años entendería que ella no estaba demás, que era necesitada y amada. Años le costó entenderlo.

            Me miré los brazos y vi mi juego por el filo del cuchillo. Cicatrices en el cuerpo y en el alma. Esta vez estaba caminando hacia la aceptación.

jueves, 22 de mayo de 2025

Laika, flor muerta en el jardín del cosmos

 

🐾

Laika, flor muerta en el jardín del cosmos

No ladró. No aulló.
Solo miró, con sus ojos redondos como lunas tristes,
al hombre que le ataba las patas por amor a la ciencia.

Ella no sabía de banderas, ni de gloria,
ni de esa guerra de vanidades que se disputaba el cielo.
Solo sabía de migajas, de frío,
de un rincón bajo el banco y una caricia postergada.

La llamaron pionera. Mártir.
Le construyeron monumentos, le cantaron odas.
Pero nadie bajó la palanca del lanzamiento con los ojos llenos de culpa.
Nadie lloró mientras su corazón latía desesperado,
aplastado por el peso de la atmósfera humana.

Laika voló.
No hacia las estrellas, sino hacia el absurdo.
Como Ícaro, sin alas.
Como Prometeo, sin fuego.
Como todo ser vivo sacrificado en nombre de una idea que no comprende.

La encerraron en una esfera metálica,
le pusieron sensores y electrodos
como si el alma pudiera medirse en voltios.
Y la arrojaron al firmamento
como quien lanza una piedra a lo profundo de un pozo sin fondo.

El hombre,
ese bípedo insaciable que roe la filosofía como un roedor hambriento de sentido,
no construye futuro:
construye mausoleos de carne inocente.

Oh humanidad,
devoradora de especies, creadora de dioses,
criatura que juega a ser titán con las manos sucias de ternura mutilada.
No llorés por Laika ahora.
Ella no murió en el espacio.

Laika murió
en la indiferencia de la mano que la alimentó
para luego entregarla al altar de la razón vacía.
En el aplauso unánime del mundo que prefirió mirar el cielo
antes que mirarse al espejo.

Valhalla en flor


 


Gran salón de Asgard,
trono de oro bajo cielos encendidos,
gobernado por Odín,
el de un solo ojo que todo lo ve.

Allí, donde el eco de los cuernos retumba,
los héroes caídos en batalla
son llevados por alas de viento,
para alzar sus copas eternas
y prepararse, con fuego en la sangre,
para el último alba:
la batalla del fin de los tiempos.

¡Mirad las valquirias!
Surcan los cielos como lirios al viento,
y allí donde su tacto roza la tierra,
nacen flores que desafían la muerte.
Su paso es floración,
su risa, un campo en primavera.

Salud, guerreros del trueno,
sus nombres están escritos
en la savia de los fresnos sagrados.
Brinden en Valhalla,
donde cada pétalo es honor
y cada día florece
con el fulgor de un alma indomable.

 

Soneto de un corazón desesperado

 


Soneto de un corazón desesperado

Sin ti, mi corazón, un cofre vacío.
Mi amor te busca por lugares místicos,
y en lenta irrupción de anhelos crípticos,
te ve danzar en gotas de rocío.

Tú, en viaje sin retorno ni albedrío,
yo, reflejo en un espejo patético,
creyendo que rondás, aún magnético.
Te busco… y aunque no deba, confío.

Este mar embravecido, iluso,
mi pecho agita entre amor y la tumba
donde te nombra mi pensamiento confuso.

Corazón errático y sin rumbo...
No debo amarte, tu adiós fue una bruma.
Tu cuerpo ausente en mis oídos zumba.

Una flor donde hubo espinas

 



Para Elsa

Mi juventud,
insegura y ciega,
vendó mis ojos
con vendas de miedo.

No pude ver entonces
en esa mujer de brazos largos
cuánto amor
me ofrecía sin medida.

Ella,
la abuela de regazo acolchado
y caricias que olían a vainilla,
solo quería guiarme
en ese bosque denso
que es la maternidad.

Pero yo huí,
como corren las aves asustadas
cuando confunden sombra con amenaza.

Pensé que quería
quitarme mi lugar.
¡Qué necia fui!

Hice sangrar su ternura
y la herida
fue una espina
entre sus manos y las mías.

Años más tarde,
la vida —caprichosa jardinera—
hizo brotar entre nosotras
una rosa blanca.

Una flor donde hubo espinas.
Una flor de paz.
Una flor de comprensión.

Hoy,
desde este umbral llamado madurez,
la comprendo.
La veo clara.
Nunca quiso competir.
Solo quiso abrazar.

Hoy sé que siempre la necesité.
Y aunque tarde,
te digo gracias,
Elsa.

Gracias por tu amor sin condiciones,
por tu paciencia no reconocida,
por esa ternura
que, aún herida,
nunca dejó de esperarme.

miércoles, 21 de mayo de 2025

ADOLFO

 



Adolfo

Solitario. Mirada divagante. Un niño que no logró ser feliz. Viviendo bajo el tormento de su padre y sus castigos físicos. Soportaste tu realidad endureciendo tu corazón.

Cuando fuiste creciendo descubriste un amor hacia las artes, la pintura. Pintaste diversos cuadros. Edificios, paisajes. No te entregabas a plasmar personas en tus obras. Hubo quizás, ahí, un bosquejo de lo que llegarías a ser.

Solitario, sí. Dejaste tus estudios y viajaste a Viena, dejando atrás tu Austria natal. Intentaste en vano, en dos oportunidades, ingresar a la academia de Bellas Artes. Fuiste rechazado. Hubo, quizás, ahí, un indicio de tu gran rencor hacia las personas.

Sufriste las consecuencias de la Primera Guerra Mundial. Viste los horrores de la guerra. Te refugiabas en tus lienzos. Pero es ambiguo porque tu iniciaste una Segunda Guerra.

¿Por qué fuiste amasando tanto odio? ¿Por qué, si tenías un alma de artista, comenzaste guerras y exterminios? Eras multifacético y nadie logro conocer tus pensamientos más íntimos.

Con solo nombrarte, despiertas el odio de todas las personas. Podías haber seguido tu instinto de artista. Pero aniquilaste con tu odio a tantas personas.

Una niña escondida en un desván, sufriendo consecuencias de tener sangre de una raza despreciada por ti. Pero tu sangre era igual a la de ella y a la mía. Eso no importó y mediante personas, soldados, adiestrados a matar, te llevaste la vida de Ana. De ella y de una cantidad extrema de seres humanos. Sufrieron bajo tu yugo por ser diferentes.

Nunca te arrepentiste de nada. Cuando viste la guerra que iniciaste acabar, con resultados negativos para tu misión, no tuviste el valor de enfrentar tus alevosías.

Te fuiste con la misma violencia que entraste al poder.

Hombre pequeño, diminuto ser, ¿Dónde cabía tanto odio? Formaste y escribiste con sangre inocente una etapa de la historia que nos duele. Un hombre pequeño, artista frustrado, realizó a través de su gobierno, la matanza más injusta y dolorosa de la humanidad.

Te fuiste y no pagaste por tus errores.

Hombre pequeño.

 

Sandra Brinkworth, 20 de diciembre de 2024

martes, 20 de mayo de 2025

Poema

 


Silencios compartidos

Ella,
ojos dulces,
sonrisa enorme,
cabello largo, arrebatado...
sí,
ella me eligió.

Entre todas,
me eligió a mí.

Confió en algo que ni yo veía.
Quizás en el ángel
que yo jamás encontré,
el que con los años
expulsé sin duelo.

Así, eligiéndome,
comenzamos
una amistad que fue
hogar,
hermandad,
rezo y carcajada.

Nos vaciamos el alma
de palabras
y de silencios.

Porque yo le decía
que los silencios hablaban.
Y juntas
nos quedábamos a escucharlos.

—¿Qué piensas?
ella decía.

Y entonces, el silencio roto,
dejaba escapar palabras
desde lo más hondo,
sin vergüenza,
sin medida.

Éramos hermanas
en ese amor sin nombre
que une más que la sangre.

Ella,
amante de Dios.
Yo,
adolescente y desobediente.

Ella se fue lejos,
a buscar su vocación de monja.
Yo me enojé con Dios,
y me quedé sola.

La tenía solo a ella.

Y al año siguiente,
su pupitre vacío
y mis ojos
llenos de lágrimas.

 

Poema

 


Habitaciones cerradas

En mi infancia
hubo dos habitaciones cerradas.

No lo sé...
¿las cerré yo?
Era muy pequeña
para tomar esas decisiones.

Pero las habitaciones
no eran cuartos con ventanas,
ni camas, ni roperos.

Las habitaciones tenían rostro,
nombre,
y se hacían llamar abuelas.

Crecí creyendo
que eso eran las abuelas:
habitaciones cerradas.

Con el tiempo,
la vida me mostró otras.

Abuelas de brazos largos,
de besos que se quedaban en el cachete,
de buñuelos tibios,
de tortas en la tarde.

Abuelas acolchaditas,
abuelas hogar.

Así no eran mis abuelas.
Las mías eran silencio y distancia.
Frías.
Habitaciones cerradas.

La vida aún no me ha dado nietos.
Pero si llegan,
yo lo sé:
voy a ser
una abuela acolchado.

 

Poema

 





Soneto de un corazón desesperado

Sin ti, mi corazón, un cofre vacío.
Mi amor te busca por lugares místicos,
y en lenta irrupción de anhelos crípticos,
te ve danzar en gotas de rocío.

Tú, en viaje sin retorno ni albedrío,
yo, reflejo en un espejo patético,
creyendo que rondás, aún magnético.
Te busco… y aunque no deba, confío.

Este mar embravecido, iluso,
mi pecho agita entre amor y la tumba
donde te nombra mi pensamiento confuso.

Corazón errático y sin rumbo...
No debo amarte, tu adiós fue una bruma.
Tu cuerpo ausente en mis oídos zumba.

Poema

 



Ella me nombró

Sí, ya sé.
Me negué a nacer.
Fue complicado hacerme reaccionar.

¿Acaso ya danzaba
mi subconsciente?
¿Susurrándome al oído:
“No vas a poder”?

Pero obró un milagro:
ella me nombró.

¿Mi nombre
ya había sido elegido?
¿Fue ese grito desesperado de madre
el que me trajo de vuelta?

Aunque me negaba,
y me negaría siempre,
ella seguía nombrándome.
Y yo volvía.

Como hijo pródigo.
Como oveja negra.
Con lágrimas en los ojos
y cicatrices en los brazos.

¡Ay de ella!
¡Cuánto dolor,
madre mía!
Y ni siquiera…
nos elegimos.


Poema

 



A   ZORA

Con su hocico aguzado como una saeta, ella, la de mirada alerta, se interpola entre el edredón hasta encontrar mi cara. Una vez allí, su lengua inquieta lame cada parte de mí, la que tiene a su alcance.

Siempre entretenida y con algo que llevar a cabo; esto es, perseguir gatos, jugar con sus pares, estar atenta a los movimientos de quien es su esmero; de esta manera pasa sus días caninos sin importarle el pasado y sin ofuscarse por el futuro. ¡Quien fuera ella!... Simplicidad, compañerismo, anhelo por vivir. No reclama nada más.

Cuando me observa con esos ojos que transmiten tanto, siento felicidad y nihil… me ocasiona tanta paz. Me obliga a ver la vida con sus ojos. ¿Qué más pedir? Vivir el presente, prevalerse de lo que el hoy me brinda. ¡Cuánto enseñan sus ojos tiernos! Algo como pensar ¿de qué preocuparse? El hoy lo tiene todo, el hoy tiene la vida.

Zora, dejaré que tu alma viviente me enseñe el camino a la felicidad y el pleno disfrute del alborozado presente.

 

Sandra Brinkworth, junio de 2024


Cuentos


 

Mi felonía

 

          Acabo de cometer una felonía. A lo largo de los milenios he leído y escuchado sobre mí, se ha dicho mucho. Lo más aceptado es lo que está plasmado en las Escrituras. Que mi acto, por ser tesorero de los Apóstoles del Señor, fue por pura mezquindad. Unos treinta tetradracmas de Tiro. Pero nadie sabe, hasta este momento, que mi trato fue con el mismísimo Maligno. El Señor prometía que Él volvería, que tendría vida eterna, sería inmortal. Yo deseaba eso. Despreciaba la idea de un cuerpo añejo, con enfermedades, cercano a la muerte. Ese fue mi trato. Lo logré entregando a Jesús de Nazaret, todo lo demás es historia conocida. Comienzo de la era Cristiana. También se mencionó en las  Escrituras dos teorías de mi supuesta muerte. Cuando tuve oportunidad de leerlas sentí ironía. Era la forma en que el Omnipotente supuso que sería un castigo ejemplar para mí.

          Tampoco puedo decir que no he vivido bajo la mezquindad, eso me ha servido de manutención en los siglos que lleva mi inmortalidad. En ella hay dos aspectos, el material y el espiritual. En el material puedo decir que he planeado bien mi sustento. Los primeros años me refugié en un pueblo muy lejano como pescador, que es mi oficio, atesorando las treinta monedas. Cuando las personas comenzaron a notar mi falta de envejecimiento recolectaba lo que sabía que con los años tendría valor y me movía a otro destino, dejando amores y amistades. Allí se mezcla un poco la parte espiritual. Siempre fui muy poco apegado, muy cínico y osco. Cosechaba amistades y amantes, incluso hijos, y no me costaba dejarlos atrás sin ninguna explicación.

          He visto crecer países, conquistas, en esos tiempos he sido guerrero, obtuve mucho dinero de ello, pues llegaba victorioso en las batallas. Todo lo iba acumulando. Mis ingresos provienen de un anticuario con reliquias exquisitas que he ido coleccionando a lo largo de los años. Con ello hoy soy propietario de  una gran fortuna. Durante años me han sobrado mujeres y amistades, hasta que tenía que partir a otra ciudad, para que no sospecharan de lo obvio.

          También recuerdo haber oído hablar de un nuevo continente. Lleno de oro y riquezas. Aunque mi avaricia era grande, estaba cómodo en Alemania y no quise moverme de allí.

          Cabe destacar la cultura con la que estoy posicionado y las lenguas que manejo. Siempre he sido centro de las reuniones más elegantes. Se me ha tratado como un Sr., en ocasiones como un Sir. Yo despreciaba a la gente vulgar. Olvidando mis orígenes de pescador. Con respecto a los idiomas, he preferido en los últimos 50 años conservar mi lengua natal, el hebreo.

          Todo lo que cuento en esta misiva llegó a su final. Como habrán leído, me posicioné sobre la humanidad mortal con superioridad. Pero esto llegó a su fin. A continuación relataré los hechos.

Eran  las 10:00 horas del Yom Hashoá – de 1929 – cuando en mi ciudad comenzaron a sonar sirenas y todo se colapsó.

Ese fue el fin de lo que consideraba mi vida, aunque seguiría viviendo. Entre el pánico y la confusión, me encontré desnudo con otros hombres, algunos colegas comerciantes o profesionales, frente a soldados de Hitler que nos gritaban, castigaban y mojaban en el frio invierno, con mangueras con agua helada. Estaba en Auschwitz.

          Mi mente que se había mantenido sosegada decena de años, disfrutando la inmortalidad, comenzó a sentir una inquietud como nunca antes. Mi mente, siempre templada y arbitraria, comenzó a jugarme una mala pasada. Me preguntaba si será que quizás mi cuerpo era inmortal pero mi mente, ¿alma? había empezado a sucumbir y a sentir. No sentía pena por los demás, en iguales condiciones que yo. Sentía pena por mí. Y por primera vez sentía que no tenía salida. La  guerra apenas había empezado y no sabía cuándo finalizaría. En síntesis, mi calvario era indeterminado.

          Las penurias que fui pasando por semanas y meses eran eternas, y aun me mantenía sano, pero mi cuerpo lentamente se deterioraba, aunque no iba a sucumbir nunca. Comencé a pensar en el suicidio. Muchos de los que estábamos en el campo lo hacíamos. Algunos lo llevaron a cabo.

Yo sabía que no moriría. Pero mi mente estaba enloqueciendo. Cerraba los ojos y veía al demonio recordándome el trato. Despertaba con sollozos. ¿Cómo explicarlo a los demás?

          Un atardecer gris y frio, cuando volvíamos de cavar unos túneles de minería, dije: basta! Tomé coraje y me lancé, trepé al muro y me tomé con fuerza a las cercas electrificadas. Sentí la corriente recorrer mi cuerpo. Caí.

          Abrí los ojos, un oficial nazi me miraba azorado. Él no entendía como había sobrevivido a ciento cincuenta voltios en mi cuerpo, debería estar humeando y muerto. Pero no. Yo solo imaginaba el castigo que me esperaría.

          Y efectivamente, fui duramente castigado. Mi cuerpo se lastimaba, pero una noche en las literas lo sanaban. Para admiración de los soldados nazis, al día siguiente estaba presto para seguir trabajando. Notaba como todos susurraban sobre mí. A ellos les era muy útil aunque envidiaban mi fortaleza. A mis colegas judíos les despertaba envidia, admiración, me pedían consejo. Yo los despreciaba. Veía sus cuerpos sucumbir. Pero sus almas no. Comenzaba a preguntarme que era eso del alma. Si es que existía, en mí estaba sucumbiendo, eso deseaba acabar con mi existencia. Al final Jesús de Nazaret tendría razón. Sería esa la vida eterna. La del alma. Yo la quería exterminar. Estaba cansado. Ya había vivido en esta tierra lo suficiente, y ahora encerrado en este campo de concentración, entre tanta miseria. Y mi cuerpo que resurgía.

El Omnipotente sabía que ese, al fin, sería el castigo ejemplar para mí.

Sandra Brinkworth 1 de junio de 2024


Cuentos

 



¡BASTA!

Siempre fui asidua las librerías, nunca me pude negar a entrar a una. Aunque supiera que quizás no compraría nada.

                Estaba de viaje por Europa, precisamente en el casco antiguo de la ciudad de Burgos. Es un lugar donde se respira historia en cada rincón,  su arquitectura, monumentos y ambiente hacen que haya sido un destino imprescindible para mí. Era un sitio repleto de historia y encanto, que me transportaba a tiempos pasados. Calles empedradas, plazas pintorescas y una impresionante arquitectura medieval. Sabía que allí, a la vuelta de cualquier esquina me encontraría con una encantadora librería. Y fue así como me encontré con la tradicional librería “Hijos de Santiago Rodriguez”

                Esta librería es una de las más emblemáticas y tradicionales de la ciudad. Fundada en 1850,  ha sido un punto de referencia cultural y literario durante más de un siglo y medio, manteniéndose como un lugar querido por los burgaleses y visitantes como yo. Me encontré en el portal, sentí una sensación muy peculiar que no podría describir. Rechacé la guía del personal de la tienda y me dispuse a recorrerla, siguiendo mi instinto de lectora ávida. Todos los libros llamaban mi atención. Había uno en particular que me atraía, con una energía que nunca antes había sentido. El lomo no tenía título ni autor, era de color negro azulado, muy similar al que tenía en mi biblioteca, “Zaratustra” de Niezstche, que casualmente su lomo estaba ilegible por el uso. Pensé que éste corrió el mismo destino. Analicé que un libro muy leído tenía una buena referencia. Siempre pensé que los libros más envejecidos por el uso eran los que mejor data daban por sí solos. Lo ojeé y encontré palabras familiares… no dude más, me dirigí al mostrador y lo compré.

                Mi tarde siguió en un café, escribiendo, aunque pensaba en el libro. Cuando al fin se hizo la noche regresé al hotel. Pedí mi cena y entré en mi habitación. Era hermosa, con grandes cortinas y veladores con luces tenues. Cené, tomé una ducha y me dispuse a tenderme en mi cama para leer con curiosidad el enigmático libro.

                Encendí la luz de la mesa de noche y comencé con la lectura.  Me llamó la atención que el libro no tenia título ni prólogo.  Su dedicatoria decía “… A vos”. Comencé a leer. “…Nací en una familia acomodada de la zona de Chacarita en Buenos Aires, Argentina. Fui única hija de un matrimonio bastante dispar. Mi madre era actríz, muy bella y superficial; mi padre un renombrado arquitecto muy estructurado. Mi crianza fue en manos de nanas, me querían muchísimo. Pienso que les daba pena el abandono con el que crecía. Nada material me faltaba, carecía de caricias y palabras de cariño paternos. Había días que no veía a mis padres. Mi día lo llenaban mis nanas y mis actividades de danza, piano e idiomas…”  Cerré el libro abruptamente. Me sentí muy identificada con mi infancia, demasiado. Había nacido allí, las profesiones de mis padres, mi niñez. Exactamente relatada. Sentí confusión… si bien yo soy escritora, eso no lo había escrito y jamás lo escribiría. Mi curiosidad pudo más y continúe la lectura.

                La caída de la bici, la nana Beatriz corriendo, la ambulancia, la cicatriz. Me miré la cicatriz. Allí estaba, en mi pierna y en el libro. Y Beatriz y sus ojos celestes enormes y llorosos por mis lágrimas. Todo estaba allí en ese libro.

                Mis quince, mi vestido lila soñado, la fiesta soñada, pero papá no estaba allí. Todos sabían que estaba en Brasil con su amante. Todos, el libro también. Mi primer novio Esteban, mi  amor por él, el libro lo sabía, como sabía del complot de papá para deshacerse de él porque no era de alcurnia. Mi dolor. Yo lo recuerdo. El libro me lo repetía. “…Y lloré, lloré muchas noches,  incontadas  noches. No tenía a nadie. No estaba mi nana Beatriz, a mi madre le importaba más el resultado de su lifting que mis lágrimas. Mi padre estaba feliz buscándome un novio abogado... Yo solo lloraba…”

                Ya no tenía dudas, ese libro describía todos los pormenores de mi vida. ¿Cómo sería eso posible? Quien lo habría escrito. ¿Qué ser omnisciente tomo lápiz y papel y escribió sobre mí, mis sentimientos más íntimos, mis sufrimientos? No podía entenderlo. Creí estar soñando. Pero no podía dejar de leer. Al fin, era mi vida. Ya lo había vivido. Era solo recordarlo. Algunos párrafos eran dolorosos, otros no. Como fue mi vida. No todo fue un huracán. Creo que como la vida de todos los seres humanos. No iba a encontrar nada nuevo. Era la narración de mi vida. Quizás encontraría algún recuerdo olvidado. Ya estaba jugada. Si era un sueño desde que encontré el libro, no sería tan malo. Seguiría leyendo convencida que soñaba.

                Continué la lectura. “…Me decidía, a cada instante de mi vida, a alejarme radicalmente a la imagen que me había formado certeramente de mi madre. Aunque había heredado de ella su belleza, y de mi padre su inteligencia, mi vocación se fue forjando hacia un área humanística, la filosofía. Completé la licenciatura, luego el postgrado en Nueva York dedicándome de lleno a la docencia y a escribir libros…” Al leer este breve párrafo del texto recordé la necesidad abrumadora que sentía de alejarme de todo lo que significara el mundo que habían construido mis padres, un mundo con cemento de bases en la  superficialidad, traiciones, estafas. Yo no quería esa vida para mí. Hubiera renunciado hasta a la vasta herencia para no tener nada que ver con ellos. Incluso mis libros los firmaba con un pseudónimo. Obviamente que he cometido errores, estoy segura que los mismos que ellos no…”

                A medida que leía este libro, más dudas rondaban en mi mente. Era como mi diario, yo nunca lo escribiría. Si lo hubiera hecho jamás lo hubiera publicado. Y aún, si así fuera, cómo podría haber llegado a un pueblo de España, y en estas condiciones, tan usado. Seguía embriagada deseando estar en un sueño. Quizás el cansancio de un largo día. Quizás la llamada de mi madre, diciéndome que volvería a contraer matrimonio, me contrarió. Trayéndome todos los recuerdos de mi vida. No lo sé. Esto era muy raro para mí. Surrealista.

                “…Me había casado con un hombre al que amaba profundamente...” Esta simple oración fue el recuerdo de una vorágine de pasiones, desencuentros y traiciones. Sentí nuevamente el dolor de ese amor no correspondido, de mi hijo fallecido. Esa etapa de mi vida que tanto me costó superar. Años de terapia. Sólo una oración. Comencé a llorar. Evidentemente no estaba superado, salteé hojas para no revivir todos esos momentos tan dolorosos.

                “… Con Margarita, mi mejor amiga, habíamos comenzado a planear nuestro viaje a Europa. Comenzaríamos en Portugal, recorreríamos varias ciudades y luego iríamos a España, cuyo último destino sería la ciudad de Burgos. Lamentablemente Margarita se enfermó a último momento y tuve que realizar el viaje sola…”. Recordé a Margarita, escrita en las páginas del libro. Efectivamente, este viaje lo haría con ella. Era una mujer de mi edad, en sus cincuenta, divorciada, y con la mirada más bella y sincera que conocí. También era filósofa y nos unían tardes de filosofar hasta horas de la madrugada, tomando algún vino añejado. Quizás si ella hubiera estado conmigo, no estaría condenada a leer este libro.

                “… Había llegado a la librería “Hijos de Santiago Rodriguez”…” Hojeé lo que quedaba del libro y me percaté con horror que este continuaba algunas páginas más, no sé cuántas, pero más de quince o veinte, luego seguían unas en blanco y luego la contratapa. No entendía. Ya no era mi pasado. Se estaba acercando a mi presente. Estaba en el día actual. A pesar que eran pasadas las veinticuatro horas, a la librería había entrado aproximadamente a las dieciséis horas. Estaba muy confundida.

                Saltee unas hojas y continúe con la lectura, cuyo tiempo verbal cambio drásticamente al presente. “Estoy leyendo este libro y estoy muy confundida. Recostada sobre la tersa cama del hotel con sus bellas cortinas y su luz tenue…” lo cerré. Sentí ira, incertidumbre. Los libros siempre fueron mis aliados y mi escape en mi adolescencia. Este no, era un enemigo que acechaba con decirme que pasaría mañana, y mañana y mañana…

Al día siguiente  viajaba de regreso a Buenos Aires y quería despertar y que esto fuera un sueño. Esto era demasiado para mí.

                A la mañana siguiente me despertó el sol entrando por los ventanales. Tenía el vuelo a las catorce. Vi el libro en la mesa de noche, no lo abrí. Me concentré en hacer mi equipaje. Hice sonar por “última vez” la cajita musical que le regalaría a mi pareja y luego la volví a envolver y la guardé. Posé nuevamente la mirada sobre el libro. Decidí guardarlo en el bolso de mano. Bajé a almorzar. A las once estaba lista para tomar el taxi rumbo a Barcelona.

                Abordé el avión, clase primera. Me esperaban algo de trece horas de viaje. En mi bolso tenía dos libros, uno “Tres escritos” de Jaqces Lacán y el otro… ese libro. Seguí con la lectura de Lacán, ya que en unas semanas daría un seminario.

                Las horas iban pasando, yo tomando nota de lo más relevante para mi exposición. De pronto algo, una angustia, curiosidad, necesidad de saber, me hizo guardar el libro y tomar el otro. Junto con mis sentimientos o acompañándolos comenzaron unas fuertes turbulencias. Tome el libro, lo abrí. “…Hay unas fuertes turbulencias, las azafatas en el altavoz piden que nos abrochemos los cinturones de seguridad…” Cierro bruscamente el libro al oír a las azafatas que pedían que nos abrochemos los cinturones. Comienzo a sentir terror, al comprobar que las páginas del libro se están acabando. Luego pienso lógicamente, como suelo hacerlo, que nadie, ni yo, puede predecir el futuro. De serlo así, mi vida hubiera sido más fácil y jamás hubiera perdido a mi hijo. Veo a las azafatas sentarse y abrocharse los cinturones de seguridad. Me siento intranquila. Siento que la suerte está echada, continúo a regañadientes con la lectura. “…Los rostros de las azafatas desfigurados del terror. En la cabina de los pilotos se escucha Mayday, Mayday, Mayday, Este es el vuelo 1234. Tenemos una falla importante en el motor. La posición es 40 millas al este del aeropuerto XYZ a 25,000 pies.  Caen las máscaras de oxígeno…”

                ¡Basta!

 

Sandra Brinkwoth 10 de julio de 2024


 ¿Se puede escribir el dolor, o el dolor se filtra en silencio entre palabra y palabra?


La espera