sábado, 18 de octubre de 2025

 “Echar culpas es una forma sutil de negarse a sí mismo: quien no reconoce sus errores se excluye del aprendizaje y del crecimiento.”

NO DECIR

 




El viento, como un secreto antiguo, se lo susurra al oído.
El mar embravecido, con cada ola que estalla contra el acantilado, lo grita en la oscuridad de la noche.
Los cristales de su copa rota, esparcidos como luciérnagas muertas sobre el suelo frío, dibujaron sus iniciales.

El nombre de ese ser oscuro, aquel que le arrebató la vida a su amada, estaba allí, expuesto como una herida abierta.

¿Por qué él calla?
¿Por qué él lo carga como si fuera su culpa?
¿Por qué el no quiere decir su nombre, si la sombra ya lo reclama?



jueves, 16 de octubre de 2025

LOS INMORTALES

 



Siempre ilesos y jocosos tras las batallas, iban de cantina en cantina, dejando a su paso charcos de sangre reseca y cristales rotos que crujían bajo sus botas. Insistían en que Dios había muerto, siendo ellos superhombres.

Desde las sombras, un dios sucio y harapiento, con ojos blancos de ceguera y labios agrietados que rezumaban pus negro, los observaba, restregándose las cayosas manos llenas de barro y despojos humanos. Su aliento olía a carne podrida y humo de calderas infernales.

Los sátrapas inmortales seguían así sus líos, entre risas ásperas y gruñidos guturales, sin inmutarse por nada: ¿qué podría preocuparles? Entre ellos se reflejaban cráneos rotos, vísceras colgando de paredes húmedas y murciélagos de ojos brillantes que colgaban del techo.


Cientos de días vagaron hasta que, en una cantina sucia, plagada de cucarachas gigantes y moscas que zumbaban sobre charcos de bilis, encontraron un espejo peculiar. Al mirarse, vieron sus almas: viejas, inmundas, putrefactas, cubiertas de llagas abiertas, envueltas en humo negro y hedor de condena. Sus rostros se deformaban en gritos silenciosos mientras sus sombras se retorcían en las paredes como serpientes de ceniza. Quisieron morir. Lo intentaron. No pudieron. ¿Fueron castigados por su inmoralidad?

BUCLE

 




En esta mañana calurosa de primavera, las olas turbulentas de la vida golpean mi orilla como bestias cansadas y, apenas rozan mi arena, huyen despavoridas hacia el fondo del mar. Me dejan rodeada de un silencio espeso, como un manto de polvo viejo que se adhiere a la piel del alma. La arena —seca, sorda, obstinada— se niega a crujir bajo mi peso, como si también ella hubiera renunciado a existir.
Espero ansiosa la próxima ola, esa que alguna vez me traía frescura, compañía o aunque sea el roce fugaz de otra presencia. Pero no llega. Se pierde en algún océano lejano. Se disipa en minutos que se desangran, en horas que duelen, en meses que pesan como piedras húmedas sobre el pecho. Así es mi soledad: muda, hueca, interminable… como un cuarto sin puertas ni ventanas, donde hasta el eco se ha exiliado.

Dicen que la soledad es buena, que purifica, que enseña. No conocen la mía. En mi mente danzan voces invisibles: algunas florecen como un jazmín en la oscuridad, pero otras rumian como animales encerrados, repitiendo sus pasos en círculos, desgastando la tierra del pensamiento. Siempre me arrastran al mismo pantano: al tedio, a la sinrazón, al absurdo, al vacío.
Cuando las olas tardan demasiado, quisiera huir de mi cabeza como quien escapa de una casa en llamas. Me refugio en banalidades, en ruidos sin alma, en tareas inútiles que anestesian el tiempo hasta dejarlo muerto, rígido, inservible. Pero al final, el bucle me abre la puerta como un carcelero paciente y me recuerda, con fría perfección, la dimensión exacta de mi soledad.

Las horas se derriten, los días se marchitan, las estaciones se suceden con indiferencia, y los años se deslizan como hojas secas que nadie barre. Nada me sacude hasta la raíz. Sobrevivo. Miro. Respiro como quien flota en un sueño ajeno. Observar sin juzgar se ha vuelto mi modo de permanecer: quizás para aprender del mundo desde afuera, tal vez para amar sin ser vista.

Me siento en la punta de una montaña detenida en el tiempo. El mundo gira, se enciende, grita, ama, cae y vuelve a levantarse, pero yo permanezco quieta, como una piedra antigua que ya no recuerda quién la talló. Mis pensamientos, esos pájaros desbocados, chocan contra mi cráneo como si fuera un farol sin luz perdido entre la bruma.

Y aunque no lo digo en voz alta, lo presiento: algún día, todo este ruido interno, toda esta danza hueca de sombras y palabras no dichas, se apagará de golpe. No habrá ola que regrese, ni arena que escuche, ni montaña que me sostenga. Solo el silencio final, ese que no se retira… ese que lo devora todo.

 


miércoles, 15 de octubre de 2025

A ESTA EDAD

 




Que mi cabello insiste en volverse plata,
que mi rostro y mi cuerpo se entregan, dóciles,
al imán oscuro de la gravedad,
que la pasión de la juventud se ha vuelto brasa quieta,
no importa: que me quiten todo.

Pero —por ese dios que no existe—
que la memoria no me desgaste el pulso de las palabras.
Ellas, las que respiran en mi sangre
como animales dormidos que sueñan con despertarme;
las que se enredan en mis huesos
como raíces aferradas a un árbol enfermo;
las que sostienen mi pensamiento
como un puente sobre un abismo sin fondo.
Imposible pensar sin palabras.

Son ellas las que me empujan a escribir
poemas, cuentos, historias, sentires;
las que me atraviesan como lanzas encendidas
y me dejan el corazón sangrando y agradecido.
Esas: mis palabras.
Las amadas. Las veneradas.
Las que me habitan como pájaros en una jaula de carne,
golpeando las costillas para no morir ahogadas.

Y cuando ya no pueda pronunciarlas,
hilvanarlas o escribirlas,
cuando las sílabas se me deshagan en la boca
como ceniza en una corriente de aire,
que el fuego del infierno —ese infierno que tampoco existe—
me trague entera,
antes de condenarme al silencio.
Que me queme con una sola palabra aún viva en la lengua:

Fin.

martes, 14 de octubre de 2025

CIELO DE FUEGO Y ARENA MOJADA

 




Aquel verano de tantos años atrás,
el sol me ardía por dentro con tu mirada,
con el roce de tu piel dorada
y tu voz varonil, profunda y tenaz.
La pena que me llevó a vacacionar allí
se borró apenas tus ojos me rozaron,
ojos que en mi juventud soñaron
antes incluso de verte venir.

Y así corrían los días, lentos y encendidos,
bajo un cielo de fuego y arena mojada;
nuestros cuerpos, en sombras entrelazados,
bebían el néctar de besos prohibidos.
Promesas de siempre, palabras aladas,
sin contar las horas ni mirar el calendario,
como si el mundo entero y su horario
se rindieran al latido de nuestras miradas.

El verano de nuestro amor fue como un sueño
del que no quería despertar,
pero la vida no es un sueño,
y el tiempo sigue adelante.

Ciegos fuimos al filo del adiós,
y el verano se extinguió sin clemencia;
el último beso llegó con su dolencia,
y el viento lo guardó, callado testigo de los dos.
Las promesas de un mañana se dijeron
con labios temblorosos, en voz quedada,
mas nunca florecieron en la alborada:
como semillas de humo en el aire murieron.

Aún guardo ese beso de despedida,
como una rosa seca entre mis memorias,
como un relámpago suave que no olvida
la sombra tibia de nuestras historias.
Y todavía busco tu mirada perdida
entre ojos cansados y gestos sin luz,
con la esperanza de hallar, tras tanta cruz,
el destello azul que mi alma anida.

.



EL ARTESANO Y LA VIDENTE

 



Bajo la fortuna de la runa Fehu nació Eirik, joven artesano de la madera. Sus manos parecían tocadas por los dioses: todo lo que tallaba cobraba alma. Animales, ancianos, niños, criaturas míticas… cada figura tenía un latido secreto escondido en las vetas del roble y el fresno.

Era armonioso con sus pares y con la naturaleza. Dulce, comprensivo, piadoso. Los ancianos lo honraban, los niños lo seguían, los animales del bosque no le temían. Muchas jóvenes lo admiraban en silencio, pero él no había conocido aún el amor humano.

O tal vez sí.

Eirik estaba enamorado de su propia obra: una figura femenina tallada con devoción. Una joven de piel pálida, labios pequeños y mirada perdida en un mundo invisible. Sostenía entre sus manos una jaula vacía, y vestía un sencillo ropaje que rozaba el piso de madera. La había soñado incontables noches. Incluso la había buscado entre los árboles cercanos a su aldea, como si la hubiera recordado de otra vida.

Una tarde de bronce y sombras largas, Eirik se internó en el bosque en busca de madera. Llevaba su hacha como se lleva un compañero de ruta. Tras un espeso corredor de pinos, llegó a un claro cubierto de hojas húmedas y aire de misterio. Allí, el corazón le dio un vuelco.

Ella estaba allí.

Exactamente como la había tallado: la piel clara como leche de luna, los labios menudos, la mirada altiva y herida, y la jaula vacía en sus manos. La luz se filtraba entre los árboles como cuchillos dorados, y un viento frío movía su cabello como un presagio.

—Tú no me viste aquí, joven artesano —dijo ella con voz leve pero firme, como el filo de una daga envuelta en terciopelo.

—Soy Eirik —respondió él, con temblor y certeza—. Y te amo. Siempre te amé, aun antes de nacer.

Ella inclinó apenas el rostro, sin sorpresa.

—Lo sé. Mi runa es Perthro. Soy Sigrún, hija del destino oculto. Veo lo que otros ignoran. Pero debes saber por qué estoy aquí.

Sus ojos se velaron un instante, como si recordara una herida:

—Mis padres guardaban en esta jaula dos pájaros bellísimos. Lloraban en su encierro. No soporté escucharlos más. Robé la jaula y huí al bosque para liberarlos. Como yo soy libre, ellos debían serlo también.

Eirik sintió una mezcla de admiración y desgarro.

—Piadosa Sigrún, si vuelves a tu hogar, serás castigada sin piedad.

Ella alzó la mirada, y por un instante, pareció que un cuervo blanco cruzaba el cielo encima de ellos.

—Lo sé. Pero es mi destino.

Eirik dio un paso hacia ella, el crujido de las hojas bajo sus botas sonó como un juramento.

—Te ofrezco mi hogar. Mi techo, mis manos, mi nombre. No volverás sola a ningún lugar.

Sigrún lo observó con una mezcla de ternura y sombra. Entonces, algo cambió en el aire. Los árboles dejaron de moverse. Hasta el viento contuvo la respiración.

Desde lo profundo del bosque resonaron pasos, cascos o botas, no estaba claro. Voces ásperas, respiraciones agitadas. Habían venido por ella.

—Encontraron el rastro —susurró Sigrún—. No hay escondite cuando el destino ya decidió.

Eirik se colocó delante de ella como un muro vivo.

—Entonces que me encuentren a mí también.

Ella sonrió con dolor y destino:

—No. Tú naciste bajo Fehu: estás hecho para crear, no para morir hoy. Yo soy hija de Perthro, y todo lo oculto debe revelarse alguna vez.

Antes de que él pudiera hablar, Sigrún tomó sus manos y las posó sobre la jaula vacía.

—Tallaste mi cuerpo antes de conocerme. Ahora tendrás que tallar mi ausencia.

Una rama se quebró a pocos pasos. Gritos. Hierros. Perros.

Sigrún, sin temor, se internó hacia las sombras, entregándose a lo que la llamaba. Eirik quiso correr tras ella, pero sus piernas se anclaron al suelo como raíces viejas.

La última imagen fue su cabello perdiéndose entre la niebla y el óxido de los troncos.

Cuando la noche cayó, Eirik regresó a su taller. La figura tallada seguía en su mesa, pero la jaula entre sus manos ya no estaba. Las astillas que alguna vez fueron barrotes yacían en el suelo, como huesos quebrados.

Y el bosque, desde lejos, parecía respirar su nombre.

 

EL VOCÁN SALVAY

 



 Era el CEO de una compañía de multimedios. Poseía el conocimiento, la destreza y la inteligencia necesarias para ocupar aquel puesto. Además, era un hombre de porte distinguido: bien parecido, de modales precisos, con una cortesía que abría puertas y despertaba admiración. Pero dentro de sí habitaba un volcán dormido, un fuego en reposo que ante la injusticia comenzaba a latir, encendido, rugiendo por salir.
Sabía contenerlo. Su vida entera era un ejercicio de dominio: gestos medidos, palabras exactas, emociones encerradas bajo llave.

El Director de Operaciones, su mano derecha y persona de absoluta confianza, era un hombre que aparentaba simpleza, conformidad y compañerismo. Su serenidad inspiraba respeto. En él, Salvay veía las virtudes que más valoraba: la prudencia, la calma y, sobre todo, la lealtad.

Durante años funcionaron como un engranaje perfecto: él, la mente; Ibáñez, el movimiento silencioso que hacía girar la estructura. Pero nadie imaginaba lo que se gestaba en el interior del hombre tranquilo. Bajo la máscara de fidelidad, Ibáñez tejía su sombra. Manipulaba con paciencia de araña, moviendo los hilos invisibles que un día harían caer al propio Salvay en su trampa.

Cuando el plan se cumplió, todo se derrumbó con una rapidez devastadora. Bastaron unos días para que la empresa, su nombre y su orgullo se vinieran abajo. El poder que lo había sostenido se desvaneció como ceniza entre los dedos.

Ibáñez ignoraba que aquel hombre cortés y mesurado llevaba en su pecho un volcán contenido por años. Y que la traición, esa herida sin forma, sería la chispa. Fue un golpe tan cruel que su alma se astilló como vidrio. La injusticia le ardió por dentro, encendiendo cada rincón de su cuerpo. Despertando su sombra mas oscura, la ira.

Esa noche, solo, recostado en el amplio sillón del living, Salvay dejó de contener el fuego. No gritó, no lloró. Simplemente dejó que el volcán despertara. Las paredes comenzaron a temblar, el aire se volvió espeso, el silencio se transformó en brasa.

Cuando los bomberos llegaron, la mansión era un infierno de llamas y humo. Lograron apagar parte del fuego, pero no hallaron ningún cuerpo, ningún rastro. Solo un charco de lava aún hirviente en medio del salón.
Una lava que, pese al agua, seguía viva, respirando como si esperara volver a arder.

EL DIA DESPUÉS

 


Desperté con un dolor que no cabe en el cuerpo. Un dolor que cruje en los huesos, que se arrastra por la sangre como veneno espeso. Es mío… y también es el que provoqué. Volví a caer en el mismo abismo tejido con mis propias manos, en esas trampas que conozco de memoria pero igual piso, como quien se empuja al vacío con los ojos abiertos.

¡Qué tormento indescriptible! ¿Cómo se reconstruye un cristal que hice explotar en mil fragmentos afilados? No existen palabras que puedan recoger los pedazos. No hay perdones capaces de suturar lo que astillé. Las frases que dije quedaron marcadas en su corazón como hierro candente, quemando todo lo que tocaron.

Mis palabras fueron dagas lanzadas con precisión mortal. Se clavaron hondo, atravesaron piel, carne, historia, sueños. No se pueden arrancar: ya dejaron grietas, ya tiñeron de rojo lo que era claro. Estallé como un vitral arrojado desde una torre, y cada trozo de mi furia cayó sobre la persona que amo. Sin justificación, sin pausa, sin misericordia.

¿Quién podrá devolverme un respiro sin espinas? ¿Dónde se esconde la alegría ahora que todo sabe a ruina? Yo soy mi propio carcelero y mi sentencia. Me impuse un castigo que no conoce piedad: caminar entre los restos punzantes de lo que destruí, descalza, con el alma abierta, sabiendo que fui yo quien encendió la explosión.

sábado, 11 de octubre de 2025

EL CELULAR

 


Recostada plácidamente en el sillón del living, como si mi cuerpo flotara en un estanque tibio, dejaba que el pulgar viajara sin rumbo por una fila interminable de videos en el celular. Las imágenes desfilaban como fuegos fatuos: sonrisas de utilería, cuerpos fabricados, promesas con brillo de plástico. De pronto, algo cruje adentro mío. Salgo de mi trance y miro la hora: dos horas evaporadas en silencio, como humo invisible. No aprendí nada, no me estremecí, no fui más feliz. Solo me dejé arrastrar por un torbellino de luces que no iluminaban nada.

Quedé quieta, en un silencio que dolía como eco. Pensé que no quería regalar mi vida así, a pantallas que mastican el tiempo. Reconocí lo que me costaba admitir: estaba aburrida. Y aun así tenía mil puertas abiertas para habitar algo verdadero.

Me levanté y caminé hasta el comedor. La notebook esperándome, abierta como un animal dormido. El cursor titilaba en un documento vacío, parpadeando como un corazón débil, recordándome que también yo había estado vacía esas dos horas. Me senté. Entonces la mente, como si despertara de golpe, empezó a desplegar alas. Imaginé mundos, nombres, voces, heridas, ciudades que no existen y personas que quizá sí. Una de esas historias se me acercó como quien susurra un secreto al oído, y me invitó a escribir.

No sé cuándo el silencio se volvió música. No sé cuándo mis dedos empezaron a correr por el teclado como si tuvieran memoria propia. Había un vértigo dulce, una fiebre, un latido. Las palabras caían como luciérnagas sobre la noche blanca de la pantalla.

Hasta que el timbre irrumpió como un disparo en medio de un sueño. Parpadeé. Volví a la sala, al mundo con polvo, calle y timbre. Miré la hora: habían pasado cuatro horas. Cuatro horas que no se habían ido, se habían transformado. En ese tiempo viajé, lloré, amé, conocí criaturas imposibles y verdades que tal vez eran mías. Todo había ocurrido en mi cabeza… y también en la pantalla.

El celular seguía sobre el sillón, apagado, quieto. Por primera vez en mucho tiempo, no sentí que el mundo estaba allá adentro. Lo tenía, entero, acá.

viernes, 10 de octubre de 2025

OTHILA

 Reto de Lidia Castro Navas: https://lidiacastronavas.com/2025/09/01/escribir-jugando-septiembre-25/

  1. Crea un microrrelato o poesía (máx. 100 palabras) inspirándote en la carta.
  2. En tu creación debe aparecer la runa: Othila
Opcional:

Que aparezca en la historia algo relacionado con esta flor de Saint Germain: Lotus Magnolia.


Sentado ancestralmente en su sillón, mi abuelo evocaba vivencias de sus antepasados. Yo lo observaba, absorto. Historias nórdicas de guerreros templados, mujeres de familia, hombres sabios, se desplegaban como tapices dorados ante mis ojos.

Parecía haber nacido bajo la influencia de la runa Othila, reflejada en su estabilidad y unión familiar. Siempre lucía una flor de loto de magnolia en el bolsillo de su impecable saco, cuya esencia parecía protegerlo y guiar su espíritu. Nunca conocí un hombre tan sereno, tan profundo, cuyo silencio contaba más que mil palabras y cuyas raíces abrazaban sus antepasados con calma y nobleza

ABISMO

 

Inevitable, caí al filo del abismo,
una caída gélida hacia tu desamor mismo.
El silencio, ensordecedor, de mil cristales,
se clavaba en mí, quebrando mis ilusiones.

Sombras angustiantes danzaban a mi alrededor,
mostrando tu engaño, tu indiferente dolor.
Seguía cayendo, sin final ni consuelo,
enmudecí, sin preguntas, sumida en el duelo.

Cuando toqué el frío abismo,
junté mis ramas y mis especias,
las incendié, morí en el fuego,
ardí de dolor sin comprender ni un ruego.

Y entonces comencé a renacer
Porque nunca supiste que soy Ave Fénix.


jueves, 9 de octubre de 2025

LA SONRISA DE LIDIA

Reto del Blog de Lidia Castro Navas  https://lidiacastronavas.com/2025/10/01/escribir-jugando-octubre-25/comment-page-1/#respond

  1. Crea un microrrelato o poesía (máx. 100 palabras) inspirándote en la carta 

  2. En tu creación debe aparecer el dado: gorro de bufón.

Carta: Dixit Daydreams. Dado: Story cubes fantasia.

Opcional:

Que aparezca en la historia algo relacionado con el tubo de pasta de dientes, inventor o su año de invención.

La sonrisa de Lidia.

Atrévete a reírte de lo que duele. Transforma tus heridas en arte, tu contradicción en juego. ¿Ves el gorro del bufón? Nunca se le cae. Lo que parece locura es, en realidad, tu modo de mantener viva la chispa de la verdad interior. No te tomes tan en serio; la risa también es una forma de fe. Imagina, ¿por qué Sheffield en 1896, estuvo tan ocupado en blanquear las sonrisas? Por la tuya…