lunes, 14 de julio de 2025

NOSOTROS, REGRESO DE ESTACIÓN

 



Podría escribirte tantas palabras...
Palabras que brotan sinceras,
como brotes verdes de una primavera recién nacida
en el jardín de mi alma inquieta.

Podría decirte, por ejemplo,
que el tiempo ha pasado,
que estuvimos ausentes de nosotros mismos,
como se ausenta, obstinado, el verano
cuando el otoño tiñe los árboles de despedida.

Pero el verano promete volver,
con su mismo fragor de sol y promesas.
Como vos y yo,
que regresamos a nuestras rotas orillas,
con las mismas palabras
un poco más tristes, quizás,
pero aún vivas.

Te prometo que nos quedan muchos veranos,
de esos que vos amás,
para desnudarnos el alma
como árboles que se entregan al viento,
para descifrar los nudos que duelen,
esos que nos dejan rotos
y melancólicos a la vera del camino.

Nos daremos la mano,
y saldremos juntos de nuestros pozos,
de esas sombras que nos tragan los pies.
No nos permitiremos retroceder:
tenemos eternos presentes
para beber de a sorbos,
como vino cálido entre los labios.

Aprovechemos esta sagrada oportunidad.
Entendamos nuestras miserias
como parte del mapa que nos une.
Amemos nuestras locuras
como luciérnagas en noches largas.
Disfrutemos nuestras luces
sin pedirle permiso a la sombra.

El presente es eterno.
Y en él, estamos vos y yo,
despiertos, imperfectos,
pero juntos.

 

DEJÁTE IR

 



Ese daño… ese dolor inmenso,
como fuego abismal que todo lo consume.
Esa angustia lacerante que habita en vos,
clavada como astilla en el alma,
es solo tuya —
guardada en un cofre hermético
enterrado en lo más hondo de tu ser,
nunca abierto, nunca nombrado.

Pero déjame decirte, amor,
que puedo sanarte.

Deposita en mis manos ese dolor.
Déjalo caer,
como agua oscura escurriéndose entre mis dedos.
No me hará daño —
no es mi dolor,
y esta alma mía ha ardido en tantos incendios
que ya no le teme al fuego.

¿Qué podría asombrarme,
si he danzado entre ruinas
y he sembrado flores en campos arrasados?

Compartí ese peso conmigo.
Dejá de cargarlo solo.

Ese fuego abrazador
que te deja el alma en brasas
y te siembra un rencor silente,
de esos que no se gritan
pero queman por dentro —
compartilo conmigo.

Yo lo voy a soltar.
Lo dejaré volar
como una bandada de pájaros negros
que al fin encuentran el cielo abierto.

Y entonces,
sentirás el alivio de ver partir lo que te quemaba,
lo que te dejaba mudo por dentro.

Yo lo sé.
Yo también he tenido fuegos internos,
y los he dejado ir.
He sentido ese suspiro profundo
que viene cuando uno se vacía del dolor.

Por eso te lo propongo:
soltalo.
Liberate de esa carga
que te enferma,
que te atrapa en el rencor,
que te impide avanzar.

¿Por qué no compartir con quien te ama
tus partes rotas?

Todos tenemos grietas.
Yo te mostré las mías,
y aun así,
seguís a mi lado.

Amor…
Déjate ir.
Soltá ese dolor.
Volvé a respirar.

miércoles, 25 de junio de 2025

TIRANA

 


Oh, Bella Tirana de mi Pluma

Oh, bella mujer, de rasgos felices,

disruptiva entras en mi paz.

La gran tirana de mi pluma,

¿por qué me incitas a escribirte?

 

Apenas te conozco,

solo puedo reconocer

la belleza de tus palabras,

dulces como néctar,

y la luz de tu rostro,

un faro que ilumina mi sendero.

 

A partir de allí

podría adivinar

la algarabía de una

dulce mujer,

un jardín de risas

donde florece la alegría.

 

Pero sigues siendo

la gran tirana,

el huracán que desordena mis versos,

la luna llena que rige la marea de mi inspiración.

VICTORIA DEL AMOR

 


El Lamento del Guerrero por su Amor Perdido

Mi pequeña, mi amada, frágil como una gota de rocío y dulce como néctar de miel. Te han arrancado de mí, llevándote lejos. Aquellos que juzgan el amor sin sentirlo, dicen que no te merezco. Pero mi alma sabe la verdad. Te imagino etérea, con tus largos cabellos rubios ondeando mientras recoges flores en un jardín, vestida de rosa, como tanto te gusta. Inmensamente tú, terriblemente sola. Mi corazón, que ha conocido guerras y batallas, fuerte como una roca, se estremece al pensar en tu soledad y desasosiego, que espejan los míos. Mi pecho sangra al saber que no estás, sin que nadie me revele dónde te han escondido.

Recordé entonces a tu fiel amiga, el hada diminuta del bosque, a quien confiabas los secretos de nuestro amor. Iría a buscarla, sin importar mi apariencia de guerrero que pudiera asustarla. Rogaba a los dioses que se apiadaran, pues en ella residía mi última esperanza para llegar hasta ti.

El Encuentro en el Bosque Profundo

Me adentré en la umbría del bosque. Las criaturas, al verme, abrían paso con reverencia. En lo más profundo, allí la encontré. Sin mediar palabra, me tendió una irisada mariposa, una belleza jamás vista por mis ojos. Su vuelo, un susurro silencioso, era la sentencia: debía llevarla a la orilla del río y liberarla. Ella volaría hasta mi amada y, al llegar, un arcoíris se formaría en el cielo. Solo tendría que seguirlo para encontrarme contigo.

Lleno de una ilusión que encendía mi alma, emprendí la labor. La mariposa, consciente de su sagrada misión, alzó el vuelo. Pasaron horas, eternas y silenciosas, mientras mi mirada se perdía en el firmamento. Y entonces, como un milagro tejido con hilos de luz, el arcoíris se desplegó. Partí de inmediato, siguiendo sus colores vibrantes a través de días de incansable camino.

El Reencuentro Bajo el Arcoíris

Finalmente, el sendero me condujo hasta ti. Te encontré, durmiendo plácidamente sobre un colchón de paja, con la mariposa irisada custodiando tu sueño a tu lado. Tu bello vestido rosado, una nota de color en la penumbra, apenas se movía con tu respiración suave. Me acerqué, mi corazón latiendo con la fuerza de mil tambores, y me arrodillé a tu lado. Con ternura infinita, te tomé la mano, sintiendo la calidez de tu piel. Tus ojos se abrieron lentamente, y una sonrisa se dibujó en tus labios al verme. En ese instante, el mundo se desvaneció. Solo existíamos tú y yo, envueltos en la promesa de un amor que había desafiado la distancia y la desesperación, un amor tan eterno y brillante como el arcoíris que nos había reunido.

lunes, 23 de junio de 2025

¿BIENVENIDA?

 


La misma sensación de los domingos al atardecer se posa sobre mí, una melancolía que se teje con el hilo fino de la luz menguante. Esta vez, sin embargo, se agudiza, se afila, punza con el abrazo frío de la tarde. Es una extraña levedad la que se instala en el cuerpo, como si el alma se desprendiera lentamente, ascendiendo en un suspiro. Los ojos, tercos y obstinados, se humedecen sin permiso, rebelándose a la voluntad de contención. Mis manos, pequeñas y desamparadas, buscan refugio instintivamente en el calor de mi regazo, como crías de pájaro anhelando el nido. El cuerpo entero parece ser llamado por un sonido inaudible, una sirena silenciosa que lo arrincona en la cama, buscando el cobijo de las sábanas como si fueran un caparazón protector. Son los mismos síntomas de siempre, el ritual ineludible de esta emoción. Y por dentro, una sensación que arde con la furia contenida de una brasa incandescente en el centro del pecho, un peso que me oprime, una piedra que no puedo mover. Me acurruco, busco la posición fetal, la calidez que promete un consuelo, pero es inútil. La estrategia falla, el dolor persiste. Las lágrimas, traicioneras y sin control, comienzan a brotar, un manantial repentino que no obedece a la razón. Intento encontrar un porqué, busco causas, analizo cada rincón de mi memoria, cada evento de la semana, de la vida. Indago, investigo en los laberintos intrincados de mi propia cabeza, buscando la lógica, la explicación que justifique esta avalancha. Pero no la hay. Simplemente me siento angustiada. Con este dolor sordo y persistente en el pecho, con estas lágrimas que brotan sin freno, sin un motivo aparente, sin una razón que las ordene.

Comprendo que la única salida es dejarla fluir. Necesito soltar las amarras, permitirle a esta emoción que sea, que se manifieste en toda su plenitud. Porque así como la risa desbordante de la felicidad necesita expresarse, así como la ira necesita su descarga o la alegría su celebración, la angustia también demanda su espacio. Es una parte intrínseca de nuestra humanidad, una marea interna que sube y baja sin nuestro control. Cada domingo, entonces, haré una tregua. Me amigaré con ella, con esta sensación que me visita, y la dejaré entrar, como quien abre la puerta a un viejo y conocido visitante que, aunque no siempre deseado, forma parte del paisaje. Le daré la bienvenida, le permitiré que se exprese libremente, con la esperanza de que, una vez vivida, se disipe como la niebla al amanecer, dejándome de nuevo en calma. Es un acto de aceptación, una forma de honrar el sentir, porque solo al permitir que la emoción se complete, podemos verdaderamente avanzar.

sábado, 14 de junio de 2025

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VALQUIRIA QUERRERA


 

AMOR QUE TRAPASÓ MUNDOS


 

MIST, LA VALQUIRIA ERRANTE


 

AMOR QUE TRASPASÓ MUNDOS


 

Sentada a orillas de la chimenea, con el dulce abrazo invisible del calor, la noche me ha encontrado escuchando melodías nórdicas. El ambiente acogedor y la pluma que juguetea en mi mano, me invitan a escribir viejas historias de seres míticos, de valientes guerreros y bellas mujeres de Midgard.

Como el fuego abrazador, la pluma comienza a contar la historia de un berserker, combatiente feroz e inmune al dolor. Su nombre era Asragad. Todo él era vigor y fuerza sobrehumana. Cada batalla, una victoria. Su rostro, tallado por los dioses, mostraba facciones duras, pero bellas, y sus ojos, como lagos del norte, ocultaban una profundidad que pocos conocían. En el combate era una tormenta, una bestia invencible… pero su corazón, ah, su corazón era un escudo tallado con runas de amor, y en él estaba grabado el nombre de una mujer: Astinia.

Astinia, nacida al amanecer de un solsticio de verano, era luz y vida en su apogeo. El sol la acarició el día en que vino al mundo, y desde entonces su esencia fue el susurro del bosque, el canto del arroyo y el perfume de las flores del norte. Su alma estaba consagrada a sanar y proteger la naturaleza. Herborista sabia, protectora de los bosques, hablaba con las criaturas salvajes y comprendía el lenguaje secreto de las plantas. Siempre unas bandadas de bellos loros blancos le murmuraban su amor al oído. Para Asragad, ella era el hogar que no ardía en la guerra. La adoraba con la devoción de un dios menor, como Freyja amó a Óðr, con dulzura feroz y sin límites.

Pero los hilos del destino —tejidos por las Nornas en lo más profundo de las raíces de Yggdrasil— no suelen contemplar la eternidad para los amantes mortales.

Cada vez que Asragad partía hacia el combate, Astinia lo despedía con una sonrisa temblorosa, mientras un lobo aullaba a lo lejos, como un presagio. Ella recogía hierbas junto al río, pero su alma permanecía con él, danzando al filo de su espada.

Y así llegó la última batalla.

Asragad luchó como un dios en la tierra. El campo retumbaba bajo sus pies, su hacha era un relámpago en la tormenta, su furia un rugido de los antiguos. Pero el destino, cruel tejedor, tenía otros planes: un filo traidor, oculto en la sombra, le atravesó el pecho. Cayó de rodillas, mirando el cielo gris de Midgard, susurrando apenas el nombre de Astinia.

Ella, alertada por un estremecimiento en su alma, corrió hasta el campo de batalla. Lo halló tendido entre la sangre y los escudos rotos. Su cuerpo era piedra y llama, pero aún su pecho ardía con vida. Se arrodilló a su lado, lo besó en la frente y supo… que los dioses estaban por llevárselo.

Y entonces descendió una valquiria, resplandeciente, de alas blancas como el hielo y ojos tan antiguos como el primer trueno. Se acercó para reclamar el alma del guerrero. Pero Astinia, sin miedo, se interpuso.

—Llévame con él —dijo—. No quiero vida sin Asragad. No hay tierra que me reciba si no es la suya. Si su alma irá al gran salón de los caídos, que la mía arda junto a la suya.

La valquiria dudó. Nunca antes una mortal había pedido tal cosa. Elevó su rostro al cielo, y Odín, desde su trono en Hlidskjálf, lo vio todo.

El graznido de Huginn y Muninn rasgó el cielo. El cuervo de la memoria y el cuervo del pensamiento susurraron al oído del Padre de Todos:

—Este amor no quebranta la ley, la trasciende.

Y entonces Odín, que ha visto mil batallas y mil traiciones, se levantó con su lanza Gungnir y dijo:

—Que así sea. Que el amor que vence al miedo tenga su lugar en el Valhalla. Juntos serán una llama eterna en mis salones.

Y así, entre relámpagos y cantos antiguos, la valquiria alzó a los dos. Sus cuerpos se disolvieron en luz, y un eco quedó vibrando sobre el campo de batalla. Una canción que todavía cantan los bardos en los salones de Escandinavia.

Dicen que en Valhalla, cuando los Einherjar beben hidromiel y las valquirias sirven con risas, hay una pareja que siempre baila junta, como fuego y tierra, como trueno y flor. Asragad y Astinia, guerrero y sanadora, héroes de un amor que ni la muerte pudo quebrar.

Ahora, recostada en mi silla, con la última melodía nórdica deslizándose por el aire y el fuego aún ardiendo en la chimenea, cierro el cuaderno con suavidad.

Me siento plena.

Feliz de haber recordado esta historia de amor,
grabada en el viento del norte…
y escrita, una vez más,
bajo el dulce abrazo invisible del hogar.

VALIENTE GUERRERA

 


En los helados campos de batalla, donde la escarcha cubre las huellas del valor y los cuervos de Odín sobrevuelan el aliento moribundo de los hombres, se alzaba una figura que combatía con fiereza y determinación. A simple vista, era un guerrero más entre las filas del clan, pero bajo su capa de lobo y su yelmo ennegrecido se ocultaba Hervor, nacida bajo el signo de la tormenta.

  Mientras las demás mujeres hilaban lana junto al fuego o amasaban en silencio la rutina, ella encontraba su dicha en el choque del hierro, en el aroma a sangre, en el rugido de los escudos quebrados. Cada batalla era un poema salvaje que escribía con el filo de su espada. Era hija de Angantyr, el berserker maldito, y la herencia de la furia corría libre por sus venas. Su nombre, secreto y prohibido, sólo era pronunciado por el trueno.

  Una mañana, cuando el cielo se quebraba en mil cristales de hielo y la niebla se aferraba a la tierra como un sudario, Hervor cayó en una emboscada. Los enemigos, sedientos de venganza, le hicieron una emboscada. La rodearon sin saber la verdad que ardía bajo su coraza. Peleó hasta el último aliento, sin dar paso atrás. Pero una lanza la atravesó —la misma lanza que habría honrado a cualquier Einherjar— y cayó al suelo, con los ojos abiertos hacia el firmamento, donde ya se dibujaban las alas de una valquiria.

  Fue Göndul, la recogedora de almas, quien la elevó al cielo entre un torbellino de luz y cuervos. En el Valhalla, el gran salón de los caídos, los guerreros se alzaron con respeto al verla ingresar, aún sangrando, pero altiva. Sus cabellos de fuego ardían como un presagio, su silueta se desprendía de la armadura como una revelación.

  Y entonces, el murmullo se volvió silencio. El gran Odín, desde su trono alto en el Hlidskjalf, palideció. No era posible. ¡Una mujer entre los caídos! Una transgresión a las antiguas leyes, una grieta en el orden eterno. Él, que todo lo sabía, no la había visto venir. Su furia agitó los techos del salón. El graznido de Hugin y Munin se escuchó como un presagio.

  Pero Hervor no bajó la mirada.

  Mientras los dioses discutían su destino, ella se mantuvo erguida entre los guerreros. Sabía que su paso por el Valhalla no sería eterno. Sabía que los muros de los dioses son altos, y que incluso la gloria puede tener fecha de expiración para quien nace mujer en un mundo de espadas.

  Esa noche, mientras el banquete rugía como un trueno, nadie encontró a Hervor en los bancos del festín. Solo quedó su espada cruzada sobre su lecho vacío, y una hebra de su cabello rojo danzando en el viento de los dioses. Algunos dicen que Odín la exilió al Niflheim, donde vagan los condenados. Otros, que escapó entre los lobos y ahora custodia las puertas del fin, esperando el Ragnarök.

  Nadie lo sabe con certeza.

  Pero aún hoy, cuando el trueno golpea la tierra, hay quienes susurran que Hervor camina entre mundos, armada, indomable... y libre.


jueves, 12 de junio de 2025

QUÉ ES LA MITOLOGÍA NÓRDICA

 

🌫️ Mitología Nórdica y el Valhalla: un viaje del alma guerrera

La mitología nórdica es el vasto entramado de creencias, leyendas y símbolos de los antiguos pueblos escandinavos. Está habitada por dioses como Odín, el sabio y sacrificado; Thor, el protector del trueno; Freya, diosa del amor y la guerra; y criaturas míticas como gigantes, elfos y dragones. Todo sucede entre los nueve mundos sostenidos por Yggdrasil, el árbol cósmico.

Uno de los destinos más nobles tras la muerte es el Valhalla, el salón de los caídos, regido por Odín. Allí van los Einherjar, guerreros que han muerto con honor en batalla. Son recogidos por las valquirias, mujeres aladas que cabalgan entre el humo y el acero para llevarlos al gran salón dorado.

El Valhalla no es descanso: es preparación. Cada día los guerreros entrenan, se enfrentan, mueren simbólicamente, y cada noche se levantan, curados, para festejar con hidromiel y festines eternos. Es un lugar de gloria, pero también de espera: todos aguardan el Ragnarök, el fin del mundo y el combate final.

Este destino no es para los débiles, ni para los que huyen del dolor: es un reflejo del espíritu nórdico, donde la valentía, el honor y la aceptación del destino son las llaves para trascender. El Valhalla no premia la victoria, sino la entrega total.

DOLCE FAR NIENTE

 

Reclinada sobre el tronco rugoso de este árbol milenario —centinela del tiempo y las estaciones— dejo reposar mis pensamientos como piedras tibias en la corriente. No divagan. No huyen. No son viento arremolinado en la arena. Están aquí, dóciles, conmigo.

  Es otoño: las hojas caen como suspiros dorados, pequeñas cartas que el árbol le escribe al suelo. Los niños corren entre ellas con la ligereza de quienes aún no conocen el peso de los días. Sus risas son campanas invisibles que cuelgan del aire.

  No tengo prisa. No hay urgencia. Solo este instante que se dilata como una gota de miel al sol.

  La dolce far niente, ese arte casi extinto de simplemente ser, me abraza con su manto de silencio suave. El tiempo se hace seda.

  Respiro profundo. Una, dos, varias veces. El aire es limpio, nuevo, y se posa en mí como una mariposa en calma. Estoy aquí. Completa.

  ¿Para qué? Para vivir.
  ¿Por qué? Porque lo necesito. Porque me da paz.
  Y cada vez que el mundo me exige más de lo que soy, me detengo. Vuelvo a este rincón sin nombre y sin relojes.
  Porque mi paz vale más que cualquier estandarte que otros quieran clavar en mi piel.



LAMENTO POR MIST, LA VALQUIRIA ERRANTE



Ohhh, bella y amada valquiria,
toda tú resuenas como el martillo de Thor
cuando golpea el cielo y despierta la guerra.
Eres fuego y niebla,
espuma de estrella caída
sobre los campos de los caídos.

Nadie queda inmune a tu belleza, Mist,
portas en tus ojos el ocaso de Asgard,
y en tus labios, el canto de las antiguas runas.
Pero temo…
temo por tu destino sellado en las alas del cuervo,
por la mirada de Odín,
que ve más allá de los velos del tiempo.

Eres nefelibata,
enamoradiza como la bruma que abraza sin permiso,
distraída como el viento que no conoce norte.
Olvidas el deber,
el deber sagrado de recoger las almas de los valientes,
te demoras en Midgard, entre los suspiros
de un amor prohibido.

He oído, entre los susurros de los árboles de Yggdrasil,
que el gran Padre de Todo
quiere enviarte al exilio,
arrojarte a la tierra
como castigo por sentir
lo que las valquirias no deben sentir.

Yo…
gran einherjar, forjado en la sangre de la batalla,
esperando el Ragnarök con honor en la mirada,
no puedo alzar la voz ante Odín.
No puedo interceder.
Solo temblar.

¿Oyes?
Son los pasos del que todo lo sabe.
¿Sientes el graznido de Huginn y Muninn?
Ellos traen sentencia,
sus alas cortan el cielo como cuchillas del destino.

¡Huye, Mist!
Huye de tu inefable condena.
Escóndete entre los pliegues de la aurora,
donde los dioses aún no miran.

Pero no huyó.
Y cuando la aurora abrió su primer ojo,
la encontraron caída,
sus alas arrancadas por los vientos del castigo.
Solo su nombre flotaba en el aire,
como un último suspiro entre los campos de batalla.

Y yo,
que una vez fui guerrero sin miedo,
caí de rodillas.
Porque no hay guerra más cruel
que perder a quien amamos
en manos de los dioses.

 


martes, 10 de junio de 2025

ETERNA PRESENCIA

 


Tus ojos, profundidad de mar,
refugio donde naufragan las tormentas.
Cielo quieto, cautivo en tu mirada,
mirada de quien ha sabido vivir con verdad,
forjando amistades como quien talla madera noble
con las manos limpias de la duda.

Hablar pausino.
Andar sin prisas.
¿Existe acaso el antónimo de la ansiedad?
Era tu respirar.
Eras el silencio que no pesa,
el gesto amable que no exige.
Una vida entera de trabajo,
de oficios hechos con amor hasta el último día,
como si en cada clavo, en cada tela,
pulsara el corazón de un mundo sereno.

Te negabas a abandonar
lo que tus manos aún sabían amar.
Y formaste un nido.
Uno de verdad.
Sin barro en las palabras.
Con techos de risas
y paredes de bromas suaves.
Allí no habitaban los gritos.
Solo la complicidad de lo simple,
de lo esencial,
de lo bueno.

Luego, como ocurre en la danza del tiempo,
cada uno partió hacia su viento,
pero vos seguías ahí.
Farol encendido en la tormenta,
sombra que no abandona el sendero.
Siempre apoyando. Siempre.

Y entonces,
la vida, sagaz y traicionera,
permitió que la muerte entrara
con la crueldad de un rayo.
Repentina. Violenta.
No tocó a la puerta.
La atravesó.

Te robó de mí.
Me arrancó tu presencia amorosa,
dejándome con las manos vacías
y el alma atónita,
como un árbol talado sin despedida.

Quedé pasmado.
Quedé desolado.
Quedé reflexionando…
como si tu ausencia me obligara a rehacer
cada escena de la vida contigo.

Pero no estás ausente.
Estás en mí.
Como eco en la piedra.
Como raíz en el viento.
Como huella que no borra el agua.
Estás.
Para siempre.


ORO OTOÑAL

 



Ella me observó. Desde el sendero

Una hoja, crispada, cual danza de azar,

me trajo memorias de una dulce estación.

En ella, el otoño, con su pincel de oro,

pintó un paisaje de mi niñez feliz.

Con mi familia, unida, cual tesoro,

paseábamos, sin prisa, bajo el mismo iris.

Y nuestra mascota, fiel compañera,

Correteando entre las hojas secas.

Hoy, esta hoja, me encuentra a mí,

y mi alma ella despierta.

Así, entre recuerdos, mi corazón late,

y en esta hoja, mi infancia sigue intacta.


¿PARA QUÉ?

 


Rendida a la indolencia, mi forma flácida dibuja una absurda geometría sobre el mimbre del jardín, mientras el sol pinta de oro mi abandono. Observo una gota que cae caprichosa desde el pico de la canilla. Sopla el viento. Otra gota. Mi figura geométricamente absurda en quietud, otra gota. Las plantas se mecen. Por el viento. ¿Para qué? Otra gota cae. Incongruente como las demás, como yo, como las hojas que se mecen. ¿Para qué? Aquí estoy y está la gota y todo lo demás bajo el sol que nos da formas irrisorias sin sentido. Como yo.

En esta quietud grotesca y sin propósito, bajo el sol que moldea existencias carentes de razón, la gota que cae resuena con el silencio ensordecedor del sinsentido, un eco tangible del absurdo primordial.

 

Sandra Brinkworth 2 de mayo de 2025


LA PROSECIÓN

 

 


          Me desperté atontada, con la cabeza pesando como si colgara de un hilo flojo. La luz que se colaba por las ventanillas me encandilaba, y los recuerdos danzaban como sombras indescifrables en un rincón de mi mente. No sabía qué hacía allí. No recordaba nada. Cerré los ojos un instante más, intentando serenarme.

  Cuando los abrí nuevamente, comencé a ubicarme. Estaba en un coche. Frente a mí, en el asiento delantero, reconocí la silueta de mi madre. Hacía años que no la veía… desde el 2023. Lloraba desconsoladamente. Y entonces lo supe: algo terrible había ocurrido. Pero no podía recordarlo. A mi lado, mi hermana y mi hijo también lloraban. Los abracé, más por empatía que por conciencia, aún perpleja, atrapada en un espeso velo de niebla mental.

  Algo había sucedido en la familia. Algo grave. Miré a mi madre otra vez. Su rostro —derrotado, apagado— no difería mucho del de la última vez que la vi. Aun así, sus ojos verdes, esos ojos tan suyos, hablaban ahora de un dolor más profundo. Le tomé la mano. Ella hizo lo mismo. Sus dedos temblaban.

  Mi instinto me pedía saber qué había pasado. Pero no podía preguntárselo a mi hermana. Si el dolor era suyo, si algo les había sucedido a sus hijos, me tacharía de insensible. Así que adopté su dolor como propio. Me sumé al llanto, al susurro compartido del duelo.

  El coche avanzaba lentamente por las calles de Concordia. Reconocí los adoquines, el perfume a azares, los árboles en flor que parecían inclinarse como en reverencia. Mi ciudad natal seguía intacta: bulliciosa, viva, tejida de memorias. Allí nací. Allí amé. Allí sostuve por primera vez a mi hijo. Pasamos junto a la escuelita donde enseñé tantos años. Allí conocí a mi amiga entrañable. Cada calle era una herida vieja, una postal que se abría como flor ante mis ojos.

  Ese momento de ensueño me distrajo. Pero la necesidad de saber seguía quemando. ¿Quién había muerto? Repasé en mi mente la lista de nombres familiares. Nada encajaba. La única muerte cercana había sido la de mi padre. Pero fue tranquila, sin sobresaltos, como era él. Murió una mañana luminosa en Concepción del Uruguay, con nosotras a su lado. Lo escuchamos exhalar por última vez. Recuerdo decirle a mi hermana: “Murió”. No sé cómo lo supe. Nunca había oído ese sonido. Lo presentí. El velorio, los abrazos, la tristeza en los ojos de mamá...

  Volví al presente. Miré hacia atrás. Vi el coche de mi cuñado, con todos los chicos. Alivio. Luego el de mi hermano. Su hijo no estaba. Recordé que vivía en Portugal. ¿Sería él? ¿Habría podido viajar? Mi mente se aferraba a cualquier detalle, cualquier indicio. La ansiedad me trepaba por dentro como una hiedra inquieta.

  Llegamos al cementerio. Bajamos. El aire olía a flores marchitas y tierra húmeda. Mi cuñado, mi hermano, mi hijo y el hijo mayor de mi hermana cargaron el féretro hasta el panteón familiar. El sacerdote comenzó la ceremonia, pero yo no lo escuché. Estaba atrapada en una maraña de pensamientos, entre los sollozos y el viento.

  Después vinieron las flores, el cierre del panteón, el lento retorno de los autos. Yo me quedé atrás. Me senté en el escalón frío, cubierta por la sombra del ciprés. El silencio era profundo. Una duda me atravesó como cuchillo: ¿por qué no pregunté? Mi hijo me habría respondido. Él nunca me juzga. Pero ya era tarde.

  Intentando buscar una pista, me puse de pie y recorrí los nombres en los bronces. El más reciente brillaba distinto, como si me esperara. Me acerqué. Lo leí. Y el mundo se detuvo.

  Era mi nombre.

  Un relámpago de memoria me cruzó el pecho: San Francisco. Cruce apresurado. Las luces de un vehículo. El impacto. El cielo desbordado de luz.

  La procesión. Concordia. El panteón. Mi nombre.

  Y entonces entendí. No era una espectadora. No era parte de la procesión. Era su motivo.

  La muerte me había recibido con su dulce engaño. Me trajo de regreso a mi ciudad, a mi infancia, a mi gente. Me dio una última vuelta por los lugares amados antes de revelarme la verdad.

  Ahora el viento no olía a azares. Olía a despedida.


RENACER

 


Hasta ese mediodía de febrero, podría decir que mi vida era… habitual. No sin sobresaltos, claro, pero ya me había acostumbrado a su incomodidad, como una bailarina que se desliza sobre cristales, danzando con el filo del dolor sin dejar de sonreír. Vivía creyendo que eso era la armonía: el equilibrio precario entre mi calma y la vorágine constante de quien me acompañaba.

Lo aceptaba como algo natural, como si no hubiera otra forma de existir. Pero ese mediodía, todo cambió.

Afuera, las gotas caían como puñales, golpeando el asfalto con un sonido hueco y metálico. El suelo, resbaladizo y traicionero, me hacía dudar. Pero sus gritos me empujaron. Su urgencia por que me fuera de la casa que compartíamos me arrojó a la intemperie, a una intemperie más profunda que la de la lluvia.

Y en el instante exacto en que crucé el umbral, supe que dejaba algo atrás. No era amor. No era costumbre. Tampoco apego. Era algo más sutil, más enraizado: era la forma en que me pensaba a mí misma. Se quedó allí, pegada a las baldosas húmedas de esa casa vacía de sentido. El mundo, de pronto, se volvió gris. Un lienzo deslavado.

Avancé hacia un destino que no entendía, con una humanidad desencajada, como si cada persona fuera un engranaje descompuesto de un reloj sin tiempo. No recuerdo bien qué pasó en los días siguientes. Quizás dormí mucho. O simplemente me apagué. Lo cierto es que habité el reino nebuloso de los calmantes, como flotando bajo un agua espesa.

Un día, desperté. Con la boca seca, las ideas nubladas y el corazón encogido. Me incorporé, me volví a recostar. Horas se esfumaron como humo.

Frente al espejo vi a alguien que no reconocía. Una mujer con las manos vacías, con los sueños deshilachados. Había hecho un paréntesis en mi vida para habitar la de otro. Ahora, debía habitarme a mí.

Mi vida se convirtió en un sendero angosto entre dos abismos. Cada paso era una conquista. A veces, la culpa, el llanto, el resentimiento, me empujaban al vacío. Y como Sísifo, volvía a escalar, con la roca del desprecio y la traición sobre mis espaldas. Caía. Subía. Caía de nuevo. Un ciclo absurdo, que comenzaba a devorarme los días.

Hasta que llegó una tarde fría de otoño.

Y fue el silencio lo que me salvó.

Me detuve a mirar mi casa: mi biblioteca dormida, los libros que me hablaban desde sus lomos gastados, los cuadros con rostros amados, las fotos de mis muertos vivos. Todo estaba allí, esperándome. Volví a mí, poco a poco, como quien regresa de una larga fiebre.

Me sentía caer, otra vez. Pero esta vez no era un abismo. Era viento. Y yo era un ave que dejaba de batir sus alas y se dejaba llevar. Fluir. Por fin, fluir. Una entrega serena, sin miedo. Por primera vez, el silencio no era vacío. Era alivio.

En ese espacio de calma, sin voces que me exigieran, sin preguntas que me desvelaran, comenzó a abrirse una puerta interior. Entré.

Y entonces escribí.

La pluma tembló al contacto con el papel. No temblaba de miedo, sino de intensidad. De emoción. Las palabras brotaban sin pausa, como un río que había esperado siglos para desbordarse. Escribí sin pensar. Sin respirar. Cuando terminé, me encontré con un texto hermoso, coherente, vivo. Allí estaba yo, entera, llena de amor, vulnerable pero poderosa. Fui testigo de mi propia esencia.

Y entonces supe.

No había perdido nada aquel mediodía de febrero.

Aquel día, comencé a renacer.